En Brasil la justicia funciona, aquí no
El día que Lula asumió su primer mandato estuve en Brasilia. Fui testigo de una verdadera fiesta: el hijo obrero de la gran potencia industrial se convertía en presidente. Ese trabajador que había fundado un partido con el que una y otra vez había perdido elecciones se hacía cargo de conducir el país. Sin embargo, esa fiesta tenía una mancha que advertí y me preocupó: vi demasiada plata en esa campaña. Mucho dinero en marketing. Mucho. Volví del viaje pensando en eso.
Hoy, cuando veo las imágenes de Brasil tantos años después, aquel día vuelve a mi memoria como el espejo que adelantó un futuro que no llegué a imaginar tan triste. Ver asumir a aquel presidente como ministro para escapar de la justicia provoca una desazón inmensa. No sólo es la frustración de aquel sueño obrero, es el quiebre moral de un movimiento a manos de la tentación del dinero fácil.
Como ocurre siempre, el dinero puesto en las campañas electorales es el comienzo de la corrupción política. En Brasil fue el inicio del fin del partido que venía a emancipar a la clase obrera; en la Argentina fue la punta del ovillo para desenredar la mafia de la efedrina: en 2007, casi el 80% del dinero de la campaña de Cristina Kirchner provino de los laboratorios que multiplicaron por decenas el ingreso de ese precursor para el narcotráfico.
Mientras los argentinos forzábamos una vez más nuestra capacidad de asombro al ver la evasión multimillonaria de Cristóbal López y al hijo de Lázaro Báez contando millones de dólares, en Brasil el gobierno se convertía en un aguantadero, como la Auditoría General de la Nación para Echegaray o la Cámara de Diputados para Julio De Vido. La respuesta es tan infantil que ni siquiera indigna: hay una oleada de golpes en América latina. La realidad es que los procesos que se presentaron a sí mismos como representantes de los sectores más castigados de la sociedad terminan sus gobiernos nadando en las aguas de la corrupción y la plata negra. Los que parecían ser la contracara de la corrupción de Menem y Collor de Mello en los años 90 hoy los dejan casi como carmelitas descalzas.
Estamos ante un momento clave en América latina: el inicio de una etapa en la que la corrupción no termine con los sueños de sus pueblos. Para hacerlo es preciso impulsar una política estricta para el financiamiento de las campañas electorales, la figura del arrepentido para permitir llegar hasta la cima del poder corrupto, una legislación que procure recuperar lo robado, jueces que no se dediquen a cubrir de impunidad el delito, acuerdos regionales que persigan a corruptos del sector público y privado, y promover una convención interamericana sobre trata de personas, reducción a la esclavitud y narcotráfico.
De veras siento el corazón partido por lo que representa el hijo del norte de Brasil para el sueño hoy quebrado de millones de brasileños. Aquel día Fernando Henrique Cardoso, un gran presidente y uno de los intelectuales más importantes de América latina, perteneciente a la elite intelectual y económica, en un abrazo emocionado le entregaba la banda a Lula da Silva. No es posible sino sentir una profunda y honda pena. A diferencia de la Argentina, en Brasil la justicia funciona, aquí no.