Empatía
Cincuenta cadáveres amontonados entre hierros retorcidos, desmembrados y entrelazados con centenares de heridos que apenas pueden respirar y mucho menos escapar de la pila informe de cuerpos que los sepultan. No es inimaginable; es horroroso.
La noticia estalla casi simultáneamente con la tragedia. Alerta en el SAME. Repican los teléfonos en las redacciones de los medios oficialistas y opositores. Comienzan las corridas en los despachos de los ministros. La Presidenta ya está informada. La empresa concesionaria y el sindicato de maquinistas procuran con idéntica desesperación medir la dimensión de la catástrofe.
La Presidenta no apareció. ¿Qué podría haber dicho? No era el momento para explicar por qué el gobierno eligió el camino de los subsidios caros y los boletos baratos
A partir de allí, se volcará sobre las familias de las víctimas y los millones que observaron aterrorizados las imágenes que acercó la televisión una catarata impúdica de respuestas automáticas, necesariamente falsas, contradictorias, a veces inverosímiles, que sólo persiguen el objetivo común de dejar algo en claro: yo no fui.
Schiavi, empujado a los micrófonos por su cargo, no vacila en atribuirle al maquinista la certeza de que fallaron los frenos. No se ganará la vida como comunicador cuando abandone su puesto. Con una calma impostada que ni él mismo se cree, atribuye la cantidad de víctimas a esa costumbre tan argentina de acercarse a las puertas de salida cuando el tren ingresa al andén.
Desde la empresa de los Cirigliano apuntan coincidentemente al error humano y niegan toda posibilidad de fallas mecánicas. Parados en el sector opuesto, los dirigentes de La Fraternidad sacan a relucir el pésimo estado de los trenes y la falta de inversión del concesionario. El maquinista no tiene responsabilidad alguna.
Los medios opositores, que por si hace falta repetirlo no inventaron el accidente, cargan las tintas sobre el fracaso evidente del modelo ferroviario. Los oficialistas primero aguardan instrucciones y más tarde, con la escasa convicción que les da la imposibilidad de culpar a sus enemigos, ofrecen sus tribunas a los pocos funcionarios que se animan a dar la cara.
Abal Medina aparece por allí, pero lejos de defender el modelo, parece quejarse de la mala suerte que representa que el tren no haya frenado justo ahora que los subsidios comienzan a trasladarse de las empresas a los usuarios. Intenta, y ni siquiera consigue la complicidad de los panelistas de 678, establecer diferencias entre los trenes que vienen del norte y los que llegan del sur.
El SAME, que en un primer momento gana un aura de eficiencia casi heroica, descubre casi dos días después que ha quedado un chico muerto entre dos vagones. Garré se encargará de hacer notar que viajaba en un lugar prohibido.
La Presidenta no apareció. ¿Qué podría haber dicho? No era el momento para explicar por qué el Gobierno eligió el camino de los subsidios caros y los boletos baratos. No era tampoco el momento de hablar de frenos, maquinistas y culpas. Pero quizás debió advertir que no tiene a nadie a su alrededor con la credibilidad necesaria para llevar contención y tranquilidad a los argentinos. Y entonces sí transmitir su dolor y llevar su consuelo a un pueblo que siempre ha sido conmovedoramente empático con ella.