Emergentes: Andrés Aizicovich. La obra como laboratorio de experimentos sociales
Andrés Aizicovich (Buenos Aires, 1985) es el creador de Relación de dependencia, la obra ganadora de la última edición del Premio Braque, exhibida hasta hace unos días en la sede Hotel de Inmigrantes del Muntref. Una instalación y a la vez acción performática realizada en colaboración con la ceramista Cecilia Ojeda: juntos hacen andar la bicicleta que activa un torno de alfarero.
La creó durante la primera residencia de verano en Chela, en el espacio Tamaco (Taller de Materiales y Construcciones), donde el participante accede a materiales y herramientas. “Tienen máquinas poco frecuentes, como cortadoras láser e impresoras 3D. Lo dirigen dos diseñadores industriales, que aportan una mirada muy útil”, cuenta.
En septiembre se afincará en París por seis meses, gracias al premio que le otorga un espacio en la Ciudad Internacional de las Artes y un espacio de exposición el Palais de Tokyo. “Es un cambio abrupto de contexto, muy atractivo. Cambian las coordenadas del mapa, la sensibilidad visual, el paisaje. Parece una cursilería, pero el entorno altera la percepción y eso se traduce en la materia en que trabajás”.
En su obra, la comunicación, los vínculos, los esfuerzos mancomunados y diálogos colaborativos son recurrentes. “Me interesa seguir trabajando con obras que involucren interacciones sociales y el habla. Cuando empecé a pensar en esa obra había anotado en un cuaderno esta pregunta: ¿Cómo esculpir con el habla?”, señala.
De la fantasía bohemia a la carrera profesional
La voz del interior, una instalación que se vio en el Centro Cultural Recoleta el año pasado, era una escultura que invitaba a comunicarse con los antepasados: en un extremo, una flor de ducha como micrófono; la voz viajaba a luego través que tubos y jarrones heredados, para ser amplificada por una bocina de fonógrafo. Las genealogías, la transmisión oral del saber y los lazos familiares eran el eje de este trabajo.
Descendiente de inmigrantes polacos y rusos, tiene abuelos gauchos judíos de Entre Ríos, por un lado, y por el otro, vecinos de zona Sur dedicados a los textiles. Él se crió en barrios céntricos, dos años en Bahía Blanca y finalmente en Monte Castro. Como todo artista, de chico era un dibujante sobresaliente, de esos que pasan a ilustrar el pizarrón. “Era tímido, introspectivo, y tenía tendencia natural a dibujar y jugar solo”, cuenta.
Durante su juventud se inclinó por el cine, pero al momento de inscribirse en una carrera, optó por Artes Visuales en el IUNA. Las retrospectivas de Jorge De la Vega y Guillermo Kuitca en el Malba lo impactaron. “No sabía cómo funcionaba una carrera de artista, sino que tenía una fantasía bohemia. En la universidad empecé a conocer más la escena”, confiesa.
Después de la Academia, siguió un camino de formación que no se salteó ninguno de los imperativos del artista profesional actual: clínicas con artistas como Fabián Burgos y Carlos Huffmann, Programa de artistas de la Universidad Di Tella con Mónica Girón como profesora, tres muestras individuales en galerías, fue seleccionado para un Currículum Cero en Ruth Benzacar, cursó una residencia en URRA Tigre y, finalmente, ganó un premio.
Un "modelo oblicuo"
“Frente a la imagen de hacer carrera en el arte tengo una postura ambivalente. Hay ciertos códigos con los que coincido y con otros tengo distancia ideológica. Al principio tuve una voluntad mayor de inserción en el mercado. Me formé como pintor y soy de una camada que tuvo una participación prematura del mercado, en 2007/2008. Tuve un aprendizaje muy veloz de los encuentros y desencuentros con las instituciones, las galerías, los premios. La profesionalización del artista me seduce y me repele a la vez. Trato de encontrar un modelo oblicuo”.
Claro, hay una rueda que se echa andar: “Querés vender tu obra, para tener tiempo y recursos para dedicarle a otras obras. Ser artista demanda un tiempo que excede a la producción: vas a ver muestras, compartís con colegas, las discutís, lees, escribís, estudiás. Esa parte me gusta. El trato con el mercado tiene vanidades, la espuma social de los grandes eventos y ferias, que relucen a la mirada pero también pueden enceguecer. En la carrera hay que llegar a una meta, pero en el arte la vara se corre todo el tiempo, la satisfacción es huidiza y eso es un motor, un combustible. La fe no está ahí”.
Dibujante 3D
“Vengo de un mundo bidimensional. Soy ante todo un dibujante”, dice Aizicovich. Sus obras más conocidas son grandes instalaciones interactivas, pero nacen todas de sus cuadernos de dibujo. Para salir del papel, superaron el problema de lo factible. “Me interesa ser un aprendiz todo el tiempo. Me gusta tener que involucrarme con otros y pedir ayuda para poder llevar mis obras al espacio”, cuenta.
En Relación de dependencia puso en evidencia relaciones de poder en el mundo del trabajo. ¿Quién manda? ¿El que pone la fuerza motriz o el alfarero? “Pienso la obra como un conversatorio. Me interesa que sea el andamiaje para un diálogo”, explica. Su idea es probar qué pasa con un profesor y un alumno, un empleado y un jefe, una pareja sentimental, un padre y un hijo. “Quiero que sea un laboratorio de experimentos sociales”, señala.
El rincón de los parlantes, en la Trienal Frestas, en SESC Sorocaba, San Paulo, Brasil, en 2014, también implicaba comunicación y bicicletas. Se trataba de plataformas de discurso –tarimas bicicletas fijas y micrófonos siempre abiertos–, instaladas en diferentes lugares del centro cultural. “Organicé algunos discursos: un docente enseñó a hablar en público, una dentista habló de higiene bucal, la cocinera explicó el menú, llevé también un pastor evangelista a dar un sermón y hubo poetas y ensayos de teatro. Además, dejé impresos discursos famosos para que quien quisiera hiciera karaoke”, cuenta.
Otra obra, La guía de los perplejos, nació de una mudanza de taller, y se vio en Espacio Fundación Osde, en la muestra Soberanía de uso. Pasó de uno grande a otro más chico y se jibarizó: “Dejé de pintar en formato grande, y pasé a otros formatos. Fui encontrando objetitos y salía a caminar de madrugada y levantaba otras piezas de la calle. Con eso armaba constelaciones y clasificaciones. La muestra era un recorrido laberíntico donde estaban organizados estos objetos”. Antes, lo dibujó.
Maestros y camaradas
En el IUNA integró una camada de cachorros de la cátedra de Carlos Bissolino. “De mi grupo salieron muchos artistas como Gala Berger, Ramiro Oller, Rosario Zorraquín, Nicolás Gullotta, Lino Divas, Juan Reos. Seríamos 15 o 20 que pronto nos integramos en el circuito, lo que no es muy habitual. En las clases veíamos a los griegos; nadie nos decía que existía Ruth Benzacar. Era muy estimulante, éramos muy curiosos y teníamos mucho anhelo. Íbamos en masa a las inauguraciones e hicimos una muestra juntos en Masottatorres. Después, varios nos integramos en la galería Jardín Oculto.”
Otra escuela importante fueron las clínicas y la experiencia de trabajar como asistente de artistas como Fabián Burgos y Eduardo Navarro. En la Di Tella conoció a Liv Schulman: con ella y Leopoldo Estol editan el periódico de arte El Flasherito, desde hace tres años y medio. “Lo consideramos una obra colectiva, aunque vale 20 pesos. Implica flujos, intercambios, debates”.