Embajadas para entretener a los políticos
Constituye un error reducir el resonado affaire del segundo de la embajada argentina en Madrid, que renunció a su puesto y denunció públicamente la ineptitud de su jefe, el embajador, como un episodio ad hominem, pues el caso compendia los clásicos males de nuestra administración pública. En primer lugar, el hecho de que ninguno de ellos sea diplomático profesional pero que, a diferencia de ellos, abunden diplomáticos de carrera con más de cuarenta años de experiencia, suscita varias consideraciones.
Pueden ocurrir desavenencias entre un embajador y su segundo, pero los profesionales recurren a mecanismos formales y discretos para resolverlos y no a los medios. Los “diplomáticos paracaidistas” o “entrados por la ventana”, como se los conoce internacionalmente, suelen carecer no solo de expertise, sino también de vocación por un servicio para ellos pasajero, así como de conciencia sobre la continuidad y responsabilidad de sus funciones. No se trata de que ningún político pueda ser designado embajador, sino de que se demuestre previamente la necesidad de la excepción.
El diletantismo es gravoso. Más que afectar al embajador o exonerar a su segundo, la mediatización de un episodio del estilo perjudica la imagen de la Argentina en el exterior, que es precisamente lo opuesto a lo encomendado, pues nadie recordará a los involucrados, sino “aquel insólito caso en la embajada argentina”, ya que un diplomático no representa nombres propios (“proyecto” o líder político) sino un país. Debe saberse que aunque las personas pasan por nuestras embajadas, la bandera que en ellas flamea continúa siendo la misma.
También se deriva del amateurismo institucional un problema para otra clave de una administración pública sana, como lo es la responsabilidad o accountability, pues los funcionarios políticos gozan de un “blindaje” que los protege de ser sancionados o desplazados, como hubiese ocurrido merecidamente en este caso con diplomáticos profesionales.
Otro factor generalizado en nuestro sistema podría denominarse su “feudalización”, que consiste en que al designarse funcionarios “a dedo” y no por concurso o mérito, deben sus designaciones a poderosos distintos. Pocas interferencias son más deletéreas para una institución que debe ser piramidal, como una embajada, que su jefe y su segundo se enfrenten públicamente, amparados en el poder de “señores feudales”, en ocasiones rivales. El escandaloso episodio ocurrido hace poco en Pekín, donde un segundo político desacreditó y desplazó al embajador profesional, es paradigmático.
La “transversalidad” de las designaciones políticas en la administración pública –”radicales K” o lo que fuese–, destinadas a asegurar lealtades políticas financiadas por el contribuyente argentino, añade una vuelta de tuerca a la cuestión, al complicarla con fidelidades y representaciones confusas, pues puede crear la errónea percepción de que esta clase de faux pas son causados por supuestos miembros de la oposición, para solaz del oficialismo.
Sin embargo, lo más pernicioso consiste en subvertir la naturaleza de una repartición, como hacer primar en una embajada la política interna sobre la externa, exponiendo a que, como en la boutade de Macedonio Fernández acerca de que los gauchos fueron inventados para entretener a los caballos, nuestras embajadas puedan servir para entretener a los políticos.
En suma, este episodio epitomiza dos males crónicos de nuestra administración: la carencia de un sistema fundado en la transparencia, la idoneidad y la responsabilidad, y la sujeción de los intereses de la política exterior a los de la política parroquial.
Diplomático de carrera, miembro del Club Político Argentino y de la Fundación Alem