Elogio de las redes en cuarentena
Hace dos meses, las redes sociales y las empresas de tecnología tenían un problema de prestigio: intelectuales de todo tipo y agencias gubernamentales de países diversos las acusaban, con vigor creciente, de todo tipo de males contemporáneos, desde la baja calidad de la conversación pública y la manipulación de datos privados hasta nuestra nueva incapacidad para leer libros, la diseminación de noticias falsas e incluso el deterioro de la democracia occidental. Por culpa de las empresas de tecnología nos habíamos convertido, decían académicos, columnistas y políticos, en conejillos de Indias de un gran experimento social en el cual éramos manipulados y embrutecidos para el beneficio de unos pocos seres maléficos y monopólicos.
Dos meses y una pandemia después, estas críticas se han vuelto inaudibles, en buena parte por el rol crucial que han tenido las redes sociales, las aplicaciones de mensajes y las plataformas de video para hacer vivibles estas cuarentenas que hemos elegido en todo el mundo para combatir al nuevo coronavirus. Y su reivindicación ha venido de aquellos cuya opinión es realmente la que importa: la de sus usuarios.
Si en los últimos años las redes sociales y los teléfonos inteligentes se habían convertido en sinónimo de conductas antisociales (¡dejá de mirar todo el día el maldito teléfono!), en estos meses se convirtieron en el único vehículo posible para que miles de millones de personas se conecten con sus familias y sus amigos, trabajen desde sus casas y sus hijos mantengan algo parecido a una escolarización. Quienes hablamos con nuestras familias y amigos por videollamada, compartimos mensajes o información por WhatsApp o redes sociales o participamos de conferencias vía Zoom, no podríamos hacerlo de otra manera. Y, con pocas excepciones, un detalle en absoluto menor: lo hacemos gratis.
Imaginemos cuánto más difíciles habrían sido estos dos meses de reclusión si, además del confinamiento en nuestras cuatro paredes, hubiéramos tenido que sufrir el confinamiento de no poder estar en contacto con la gente que queremos y sin acceso a la enorme cantidad de contenido cultural disponible. No es que habría sido difícil: habría sido imposible. Las sociedades habrían roto el dique de la cuarentena después de dos semanas y se habrían entregado a la intemperie del virus solo para terminar con la soledad y el aburrimiento. Con cada frase me pongo más ambicioso: diría ahora incluso que la condición de posibilidad de las cuarentenas extendidas en tantos países ha sido la existencia de los teléfonos inteligentes, las redes sociales y las plataformas de video.
Estas plataformas también han servido para la propagación de información (bastante) correcta sobre el alcance del virus y los métodos de higiene para combatirlo. Se pone mucho énfasis en las noticias falsas (las fake news, que también han existido), pero a mí me ha sorprendido lo contrario: cuán efectivos han sido los mensajes sobre el lavado de manos, la tos en el codo y, después de las dudas iniciales, el uso de barbijos en la calle. En ese gran caldo de mensajes que es hoy el ecosistema de medios y redes, mi impresión es que han tendido a imponerse los mensajes más confiables y de voceros respetados por sobre los mensajes de fuentes dudosas y recomendaciones extravagantes.
En ese gran caldo de mensajes que es hoy el ecosistema de medios y redes, mi impresión es que han tendido a imponerse los mensajes más confiables y de voceros respetados por sobre los mensajes de fuentes dudosas y recomendaciones extravagantes
Sobre todo fue exitoso el mensaje de que la cuarentena vale la pena, bajado desde los gobiernos pero también circulado horizontalmente en la sociedad. Ha sido impresionante –y, en mi opinión, poco analizado– con cuánta disciplina y buena voluntad miles de millones de personas se quedaron en sus casas en estas semanas, muchas veces anticipándose a las órdenes de sus gobiernos. Y ahora, que en muchos países parece haber pasado el pico de contagios, están siendo los propios cuarentenados, midiendo la temperatura social a través de sus teléfonos, los que empujan a sus líderes a relajar los confinamientos.
Históricamente, Twitter mostró su mejor cara cuando sus usuarios estamos todos hablando de lo mismo: es sensacional, por ejemplo, durante un partido del Mundial, una cadena nacional presidencial o la entrega de los Oscar. En estos meses tuvimos ese efecto extendido durante semanas, cuando nuestro (casi) único tema de conversación fue la pandemia. Ha estado de moda criticar a Twitter, a veces con razón, por premiar a los patoteros y castigar a los tímidos, pero en general el balance pandémico de Twitter me parece muy positivo: hubo información para quienes la quisieron, debates interesantísimos sobre cómo entrar a y salir de las cuarentenas y mucho humor para aliviar este Día de la Marmota constante en el que se convirtieron nuestras vidas desde el aislamiento obligatorio.
Las redes sociales y las aplicaciones también sirvieron para mantener vivo el poco comercio que continuó en pie durante las fases más duras de la cuarentena. Más institucionalizadas, las aplicaciones de delivery transformaron a sus repartidores en casi los únicos transeúntes de la ciudad espectral, y permitieron a restaurantes y rotiserías mantener algún flujo de ventas. Más informalmente, emprendedores súbitos ofrecieron sus productos y servicios (barbijos, comida, cursos) a sus contactos y sus redes. Mercadolibre fue durante semanas casi la única manera de comprar productos no esenciales.
Usando la jerga del periodismo político-deportivo, me atrevo a decir entonces que las aplicaciones de tecnología están entre los "ganadores" de la pandemia. El uso de sus servicios se multiplicó, el valor las acciones de sus empresas creció y recuperaron una parte de su dañada reputación internacional, que podría impulsarlas hacia una nueva normalidad sobre su uso: ya se discute si es indispensable volver a la oficina todos los días, si las conferencias internacionales valen su costo en pasajes y hoteles o si el comercio electrónico y los nuevos sistemas de pago dieron otro salto definitivo.
Esto puede no durar mucho, porque los críticos de la tecnología están agazapados pero no rendidos. Y además en ocasiones señalan debilidades reales de estas empresas. Por eso esto también es una oportunidad para que estas mismas compañías reconozcan sus puntos ciegos y trabajen sobre ellos, explicando con más claridad, por ejemplo, el uso de datos de sus usuarios o en qué condiciones están dispuestas a comprometer la libertad de expresión para proteger la conversación pública de masas. Sería, si lo hacen, una doble victoria.