Elogio del mentor
Acaso uno de los mayores dramas de la juventud actual radique en una educación paradojal basada en la disociación entre el exceso de información y la escasez de formación, contrario a cuando el maestro excedía el dato, como entre Aristóteles y Alejandro, o cuando Ulises partiendo hacia su periplo encomendó la educación de su hijo Telémaco a su amigo Mentor, cuyo nombre devino en sinónimo de un pedagogo sabio que además de conocimientos brinda ejemplaridad.
El azar me cruzó con uno de ellos cuando al ingresar al Servicio Exterior me inicié en una oficina nueva que el flamante presidente Alfonsín y su vicecanciller Jorge F. Sábato (hijo del escritor) crearon en la Cancillería, a fin de imponer un control civil y republicano de la delicada política nuclear externa, liderada por un diplomático que además de experto en la cuestión reunía sólidos criterios de trabajo, transmitidos mediante sencillas consignas en los varios idiomas que dominaba.
Ante la entonces escasez de diplomáticos especializados en el tema, nos reclutó en la escuela diplomática (ISEN) “irradiándonos” con pasantías en centros nucleares y con una filosofía de trabajo transgresora en una carrera vertical, que llamaba “democracia californiana”, por la cual compartíamos todo, sin importar el rango, reservándose la decisión final y la responsabilidad, aunque sin temor al debate y la crítica. Parafraseando a Napoleón, nos alentaba: “Cada uno de ustedes es para mí un embajador” y nos desafiaba apuntando: “The limit is the sky!” (el cielo es el límite). Canjeaba tanta libertad por arduas misiones alrededor del día y del globo, advirtiendo con mirada feroz: “Perdonaré todo, menos la mala fe”. Ofrendaba su vida privada y la nuestra a lo que un colega definió: “Más que un trabajo, un apostolado”, y nos inculcaba que el servicio público consistía en retribuir con una labor febril el honor de representar a la República.
Contagiaba optimismo citando a Howard Carter al descubrir por un orificio la tumba de Tutankamón: “I see wonderful things!” (veo cosas maravillosas). A todo oscurantismo oponía su racionalismo cartesiano y consideraba su deber recibir a todo aquel que le solicitaba una cita. En asuntos graves empleaba tanta prudencia como coraje, transformándose en duro negociador si era el caso, aunque prefería desarmar a sus rivales con su encanto tucumano, con el que subyugaba a incisivos periodistas y recios espías de la CIA y que le atraía exóticos amigos (un diputado de Nueva York, una actriz fetiche de Bergman, un productor de Oprah Winfrey o una joven siberiana), que “coleccionaba” y disfrutaba compartir generosamente.
Reunía tanto valor ético como físico, saltando con parapente en Brasil o con bungee en Kenia, o atravesando el Sahara, Siberia o un campo minado en la frontera con Chile. No en vano compartía su eterna sonrisa con una enorme cicatriz que le atravesaba el rostro debajo de una tupida barba.
Su casa y su vida eran modelo de austeridad republicana. Cultivaba el humor y una cortesía natural de altri tempi. Para evitar sospechas de favoritismo, demoró años en confesarme haber sido pupilo del mismo colegio donde sabía que yo había cursado todos mis estudios. En contraste con esos políticos que creen que el mundo acaba con ellos, nos recordaba que, aunque fuéramos de carrera, éramos servidores públicos contingentes, pero del país y no de un partido, abominando del apotegma “después de mí, el diluvio”.
Era buen jefe pero, decía, pésimo subordinado, y pretendía que fuésemos igual: jefes que escuchan y subordinados que no callan. Consciente de su misión como mentor, formó una oficina y diplomáticos para el futuro, asignándonos “pollos” para continuar la tarea. Con sus ideas y ejemplo, como un padre y su familia, forjó un equipo con fuerte espíritu de cohesión y sacrificio, exaltó nuestro patriotismo, sentido de la responsabilidad y vocación de servicio, y marcó a fuego a diplomáticos de varias generaciones, creando una de las oficinas con mayor prestigio profesional de la Cancillería que aun hoy continúa su mística y calidad de trabajo.
Tuve suerte al hallar un mentor que aún me inspira, pero la suerte se busca y corresponde a los adultos ayudar a los jóvenes a encontrarla en esta Argentina éticamente extraviada. Debemos restaurar el papel del mentor, originalmente concebido para formar príncipes, pero que hoy debería formar nobles de espíritu. Cada uno en su ámbito puede convertirse en mentor de los jóvenes que lo rodean. Ellos lo buscan desesperadamente aunque en silencio, pues lo ignoran. Podría ser la mayor contribución de nuestras vidas a la patria. Nuestros discípulos no nos olvidarán, como yo no olvidaré a mi querido mentor, el embajador Adolfo Saracho.ß
Diplomático de carrera y miembro del Club Político Argentino