Elogio de los jueces
En su libro Elogio de los jueces, Piero Calamandrei definió: “No se conoce otro oficio más que el del juez que exija en quien lo ejerce el fuerte sentido de viril dignidad, que obliga a buscar en la propia conciencia más que en las opiniones ajenas la justificación de su propio obrar y a asumir de lleno a cara descubierta su responsabilidad”.
Desde una desmantelada e impersonal sala de audiencias y durante de más de tres años de audiencias, orales, públicas, contradictorias y continuas, los jueces Jorge Gorini, Rodrigo Giménez Uriburu y Andrés Basso celebraron un juicio que seguramente nuestra historia nacional recordará. Equilibrados, inmóviles, moderados, casi invisibles para el hombre medio, quizá purificados por los años en el ejercicio de la magistratura del énfasis, las deformaciones y las exageraciones y enfrentados a una lucha diaria por la Justicia para coincidir en la realización de esta, dieron a conocer su veredicto.
El elogio no va dirigido a la sentencia que condena y absuelve, sino a la reivindicación de la condición humana de esta orden de ascetas civiles que con un puñado de jóvenes colaboradores de auténtica vocación judicial, sin saberlo y sin proponérselo, condenados a una soledad, a un aislamiento que quizá no puedan describir, pero sí sentir, y a unas presiones –que toleraron en silencio– que pasaron desde ingentes esfuerzos externos e internos para impedir el comienzo del debate, la sustracción de sus declaraciones juradas patrimoniales y recusaciones frágiles desde lo jurídico pero portentosas desde lo político, en una sociedad cada vez más tolerante y displicente con los valores morales, fueron capaces de permanecer con dignidad y discreción en sus roles en tiempos de cataclismo político, y concluir con la tarea que el destino humano y profesional les marcó.
En la vida no hay nada que no revista una trascendencia incalculable, por eso la Justicia, la Justicia pura, limpia de egoísmos, es una cosa tan rara, tan espléndida, tan divina que cuando un átomo de ella desciende sobre el mundo, los seres humanos se llenan de asombro y se alborotan, sentenció Azorín en su célebre cuento “El buen juez”.
Ya llegarán los pronunciamientos de otros tribunales, incluso internacionales para los escépticos de nuestro sistema de enjuiciamiento federal, sobre el acierto o el desacierto de la sentencia dictada (los hechos, la prueba valorada y el juicio de tipicidad escogido), pero quizá la enseñanza que dejan estos tres largos años sea que aquellas cosas que decimos y repetimos, pero en las que uno nunca se detiene a reflexionar, en el caso de este juicio son reales y tangibles. Que la independencia judicial a pesar de ser en apariencia el más débil de los poderes del Estado, no es un mito, una utopía ni una corriente de pensamiento ingenua, como algunos políticos y hasta movimientos colectivos profesionales, académicos y culturales creen y sostienen en la actualidad. La independencia de ese poder del Estado es la semilla sobre la que se levantaron las bases del Poder Judicial de la Nación en nuestra república, porque es un poderoso incentivo para las generaciones que vienen, y cuando es auténtica y no impostada enriquece la vida, atiza nuestra credibilidad en el sistema, extiende los horizontes vitales de la democracia, contribuye a preservar la paz social, y con ello ayuda a la coexistencia en la diversidad, mantiene vivo nuestro optimismo en un país mejor y domestica los instintos de la ciudadanía reemplazando la pasión por la razón escrita en las leyes y en la Constitución nacional.
Hace algunos años hallé en el escritorio de mi padre, Bindo Caviglione Fraga (exjuez, presidente de la Asociación de Magistrados de la Justicia Nacional y miembro del Consejo de la Magistratura de la Nación), un papel con su caligrafía que rezaba que el juez pensado por la Constitución nacional debe cumplir seis deberes esenciales; debe mostrar y tener independencia, ciencia, diligencia, lealtad, decoro (circunspección, gravedad, pureza, honestidad, prudencia, recato, seriedad, cordura y honra) e imparcialidad”. Que así sea.
Abogado