Elogio de la sociedad pluricultural
En mi modesta opinión, no hay nada más apasionante, en materia de transmisiones deportivas, que las que se hacen por vía radial. Tienen algo de absurdo, es cierto, porque debemos confiar ciegamente en la voz del relator y en su apego a la verdad, ¡pero con qué fuerza son capaces de despertar nuestra imaginación! Los viejos como yo se acordarán del fútbol relatado por Fioravanti o Lalo Pellicciari o, mejor aún, del turismo carretera gritado a voz en cuello por los Sojit, donde no había nada más que los ruidos y zumbidos de un avioncito y de los autos que pasaban. Más tarde llegó la televisión y con ella el crudo realismo y la defunción de la fantasía.
Mi primera e inolvidable experiencia en que reuní la radio y un espectáculo deportivo data de un montón de años atrás -si no me equivoco, en la segunda mitad de 1946- y el lugar en que estoy es el pequeño living del departamento en que vivo con mi familia, en Zagreb, la capital de Croacia y la ciudad en que nací. Un relator está transmitiendo (según creo) la final europea de la Copa Davis de tenis, que disputan Yugoslavia (que entonces incluía a Croacia) y Suecia (¿en Estocolmo?). El match está empatado en dos por bando y el encuentro decisivo es entre el sueco Bergelin y el croata Mitic. Gana el sueco. Unas lágrimas me corren por las mejillas.
Y, sí, puedo decir que estos recuerdos se actualizan en mi memoria cuando, dentro de pocas horas, el equipo argentino estará peleando la final de la Copa Davis en Zagreb, mi ciudad natal, a la que quiero tanto como a Buenos Aires, mi ciudad adoptiva. Llegué a esta última como refugiado, con mis padres, en 1948, en un buque de transporte norteamericano, el General Sturgis, y no volví a irme, salvo para conocer otros países. Hace más de 40 años obtuve la ciudadanía argentina, aquí construí una familia que amo, trabajé duramente para dominar mi nueva lengua y cumplir con mi vocación de escritor. Ya más argentino que cualquier otra cosa, publiqué una decena de libros, centenares de artículos y notas, y ocupé algunos cargos públicos. Una sola vez volví a Zagreb, en 1998, como funcionario porteño, para firmar un convenio de "hermandad" entre las dos ciudades. Dentro de este contexto, ¿a quién apoyaré en las jornadas que vienen de la Copa? ¿Hay algo más que pueda decir, en este momento tan especial, sobre el tema de la inmigración, cuando un extraño e irritante personaje ha ganado la presidencia de los Estados Unidos, estimulando e inflando los pechos de racistas y xenófobos de todo pelaje?
Las respuestas parecen obvias, y lo son en cierta manera. Alentaré frente al televisor a nuestros jugadores, los argentinos, sin dejar de respetar a los rivales, con quienes también me unen lazos imposibles de suprimir.
Al señor Trump, que pide la expulsión inmediata de tres millones de indocumentados, le recordamos que sin las grandes migraciones no habría civilizaciones ni sociedades articuladas. Los traslados de los grupos humanos, la impureza genética y la sostenida mezcla de sangres nos caracterizan como especie.
Y para olvidarme de la alegría de la extrema derecha del mundo entero, recomiendo a mis lectores la hermosa ciudad de Zagreb, donde hoy están nuestros tenistas, con su parte vieja en lo alto, la plaza central del "Ban" (o Virrey) Jelacic, el parque de Maksimir al que mi madre me llevaba los fines de semana, y cerca de la catedral la silenciosa presencia de los jóvenes monjes y los viejos Habsburgo.