Elogio de la corbata en un país degradado
Hemos despreciado rasgos de urbanidad, normas de convivencia, hábitos sociales y familiares que expresan –a través de ciertas convenciones- valores un poco más sustanciales
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Hablar de la falta de corbata cuando faltan tantas cosas (entre ellas la justicia, la igualdad, la cordura y la decencia) podría parecer una frivolidad. Sin embargo, y aunque se las ningunea cada vez más, en las formas hay algo mucho más significativo y valioso de lo que vemos a simple vista. No solo hemos abandonado la corbata; también hemos despreciado muchos rasgos de urbanidad, muchas normas de convivencia, muchos hábitos sociales y familiares que expresan –a través de ciertas convenciones– valores un poco más sustanciales: respeto, encuentro y reconocimiento del otro. Nuestra vida cotidiana se ha ido despojando de formalismos, ceremonias y códigos que representaban esos valores. Hablar de ceremonias se volvió “ceremonioso”; hablar de formas se volvió “acartonado” y hablar de respeto casi resulta anacrónico. Quizá valga la pena revisar estas desvalorizaciones, porque en muchos de esos modales que ahora lucen devaluados reside, sin embargo, la base de una convivencia más armoniosa y civilizada.
La escuela, que antes invertía tiempo y esfuerzo en inculcar ciertos formalismos, hoy prácticamente ha renunciado a eso en aras de una mayor flexibilidad y de normas de convivencia más laxas y permisivas. Es razonable, por supuesto, que las convenciones sociales evolucionen de generación en generación y las pautas de comportamiento se flexibilicen. En la informalidad, además, también se pueden reconocer rasgos positivos: muchas veces facilita el diálogo y propicia la cercanía. Pero conviene reparar en que aun las sociedades más cosmopolitas y vanguardistas tienen un notable apego a ciertas tradiciones y ceremonias. No es conservadurismo, sino el reconocimiento de un valor: esas formas actúan como lubricantes de las relaciones sociales y como garantía de respeto al conjunto. Son normas que imponen un dique de contención al individualismo extremo; al “hago lo que quiero y me comporto como a mí se me ocurre”. Imponen un freno a la comodidad individual en beneficio de la cortesía y el reconocimiento del otro. Valores que, por supuesto, no tienen que ver con una u otra clase social; por el contrario, aportan códigos igualadores.
La semana pasada vimos al gobernador de la provincia de Buenos Aires y a su jefe de Gabinete con la camisa desabrochada y por supuesto sin corbata en una audiencia oficial con el Papa. Pueden ser señas de identidad, pero también de desaprensión. El gobernador no está ahí en representación de sí mismo, sino de millones de bonaerenses. No está en un ámbito privado, sino en un espacio institucional en el que se articulan tradiciones y rituales milenarios. Y no está ante un par, sino ante un jefe de Estado. La “incomodidad” de la corbata –suponiendo que lo fuera– implicaría un reconocimiento a las investiduras y las representaciones que están en juego.
Pero sería injusto cargar las tintas sobre un mandatario provincial que, al fin y al cabo, no desentona en el paisaje general. Hace unos años asistimos azorados al desparpajo de un embajador argentino que encabezó, en bermudas y zapatillas, la recepción oficial en México a los marinos de la Fragata Libertad. Quedó olvidado, por supuesto, como si apenas se hubiera tratado de un desubique minúsculo. Pero quizá expresaba algo más profundo. Quebrantar normas básicas de urbanidad es –más allá de la audacia pintoresca y transgresora– una falta de respeto a la propia investidura y sobre todo al país o a la provincia a la que se representa. Es, como si fuera poco, un mal ejemplo. Y traduce una incomprensión de fondo: en una comunidad civilizada y en el ámbito de la actuación pública, uno no hace “lo que se le canta” sino lo que corresponde. Esta noción de deber es, quizá, una de las que debamos recuperar. No es una noción meramente formal, pero suele expresarse a través de las formas.
La extrema flexibilización de algunos ritos “ceremoniosos” tiene, en un plano más profundo, consecuencias degradantes en el entramado social. Que en casi ninguna escuela los alumnos se paren cuando ingresa el profesor; que el trato de usted parezca ya un anacronismo; que al colegio se asista con la misma indumentaria que al boliche, y que dé igual sentarse en el banco que arriba del pupitre son todos síntomas de algo de fondo: la autoridad docente está completamente desdibujada y el sentido de las normas está al menos devaluado. Entre aquella escuela en la que a nuestros padres o abuelos los podían castigar con un golpe de puntero, a esta en la que los alumnos desafían a los docentes porque “yo hago lo que quiero”, debe haber un punto medio extraviado en el camino. Es obvio: las formas no garantizan la sustancia ni el contenido de las cosas, pero entre unas y otras suele haber una íntima ligazón.
Esta misma flexibilización ha llegado a los hogares, o quizá haya empezado en los hogares. Hay encuestas que muestran, por ejemplo, que son cada vez menos las familias que se sientan a comer alrededor de la mesa. El rito de poner la mesa también se ha devaluado en beneficio de cierta practicidad que conjuga mejor con las urgencias cotidianas. Otra vez: parece que habláramos de una simple formalidad, pero en el hábito de sentarse a comer, de mirarse a los ojos, de servirse unos a otros, de valorar ese momento, hay algo crucial del encuentro y la vida familiar. Perder ese hábito (ese formalismo, si se quiere) es perder algo fundamental. Lo ha explicado el historiador inglés Felipe Fernández Armesto en una entrevista con La Nación: “Si abandonamos la mesa familiar, retrocederemos tres millones de años, al tiempo de homínidos carroñeros que comían desesperadamente, sin pensar en las posibilidades de emplear la mesa para crear sociedad, fomentar afecto y planear un futuro mejor”.
La tecnología también conspira contra ciertas formalidades de la vida cotidiana. Hace que miremos más las pantallas que los rostros y los gestos de los otros. Nos vuelve muchas veces descorteses, nos aísla, nos incomunica aun con aquellos a quienes tenemos más cerca. También nos interrumpe, nos distrae y nos desconcentra, al extremo de debilitar el hábito de la conversación.
Es interesante indagar en la simbología y el significado de ciertas formalidades, aun de las que nos parecen más anacrónicas e innecesarias. La corbata, por ejemplo, nada tuvo que ver en sus orígenes con la coquetería o la elegancia en el vestir (aunque luego haya derivado hacia allí). Nació hace siglos, entre una congregación de monjes benedictinos, como símbolo de su compromiso con la comunidad. Eso representaba el nudo: anudarse a “los otros” en señal de reconocimiento y respeto. No ha perdido, al fin y al cabo, del todo ese sentido. Uno no se pone corbata para tirarse en su casa a mirar televisión, sino para presentarse ante los demás de una manera comprometida y esmerada. Sacarse la corbata puede resultar descontracturado y cool, o quizá algún gobernador crea que es un rasgo “progre”, pero en algunas situaciones quizá simbolice un ninguneo del prójimo, con todo el significado que eso tiene. El vecino más humilde suele ponerse corbata para ir a una fiesta o a un acto al que asistirá el intendente. Que la autoridad no se la ponga, puede ser interpretado como un gesto de arrogancia o de superioridad. El crespón o el vestido negro con el que se representaba el luto (un símbolo que también ha sido “jubilado” por anacrónico) era una forma de que la comunidad registrara el dolor de uno de sus integrantes y respetara su tristeza. En un tiempo en el que el mandato parece ser mostrarse alegre y feliz en Instagram, ese formalismo también ha desaparecido.
Los más jóvenes (aunque el cliché diga lo contrario) reivindican las formas más de lo que muchas veces suponemos: la “ceremonia” de los 15 conserva, entre las chicas, todo el ritual de generaciones anteriores. Los adolescentes de clase media han vuelto a usar moño en las cenas de egresados. Son señales que exceden los vaivenes de la moda: hablan de un apego a los formalismos y los ritos que en todas sociedades cumplen un papel fundamental.
No se trata, por supuesto, de cristalizar las costumbres ni de resistir su flexibilización. Pero en una sociedad en la que está muy debilitado el respeto entre los unos y los otros, en la que los códigos de convivencia se parecen más a un manual de prepotencia y descortesía, en la que cada vez nos cuesta más encontrarnos y en la que las reglas parecen subordinadas a “lo que a mí se me ocurre”, quizá valga la pena reivindicar aquellas viejas formas en el trato, en la ceremonia familiar, en el reconocimiento del otro. No hablan de algo banal y superficial, sino de cómo nos comportamos como miembros y representantes de nuestra propia comunidad.