Elogio de Carlos Balbín
En la carta setenta y uno a Lucilio, Séneca escribe: "...no hay viento favorable para el barco que no sabe adónde va". ¡Y qué decir cuando el viento sopla en contra! Por no saber hacia dónde va la Argentina, todos los días nos dedicamos con furia a talar y demoler lo que queda en pie de la construcción de la nación que llevaron adelante nuestros mayores, aquel proyecto de entidad nacional que determinaba los valores y contenidos de una identidad compartida.
Quiero creer que a todos, incluidos los entusiastas del desguace, que no son necesariamente conscientes ni, por lo tanto, malintencionados, nos preocupa nuestro país de inquina y saña. Una de cuyas expresiones más dañinas es manosearnos luego de habernos cubierto del mismo lodo. Es por eso que hay que hablar de Carlos Balbín.
Balbín, quien, además de abogado, es doctor en derecho, se desempeñaba como juez de Cámara del Fuero en lo Contencioso Administrativo y Tributario de la Ciudad, por concurso, cuando fue designado procurador del Tesoro de la Nación en diciembre de 2015. Procurador, o sea, titular del máximo organismo de asesoramiento jurídico del Poder Ejecutivo Nacional, abogado de la República Argentina ante organismos jurisdiccionales o arbitrales extranjeros y director de todo el cuerpo de abogados del Estado: un inmenso honor, y la culminación de la carrera de un especialista en derecho en punto a dignidades formales.
Yo lo conocí tres décadas atrás, cuando la generosidad del irreemplazable profesor Carlos Nino nos reunió en un evento en el exterior. Desde entonces, creo que no volvimos a vernos personalmente. Sin embargo, siempre seguí su carrera; como juez, a través de la lectura de algunos de sus pronunciamientos, y como procurador, por intermedio de su conducta.
Argentino como todos nosotros, Carlos Balbín vivió su tiempo en tanto procurador inmerso en la misma lava que los demás conciudadanos. País curioso el nuestro, que cuando -por un instante- nada malo sucede, tenemos el pálpito de que algo catastrófico está por suceder, y solo miramos con interés la cotidianidad cuando variadas calamidades juntas ponen color púrpura en las pantallas de los televisores.
La historia nos hizo como somos, lo que no es ninguna disculpa. ¿Hace falta repasar el facilismo de los que tomamos decisiones, nuestra predilección por los atajos, la desmemoria colectiva que, además de hacernos tropezar con la misma piedra, nos lleva hasta el extremo de hacernos amar a esa piedra? ¡Y a esa caída!
Dice Kant que hay un abismo de la razón: esperar un fundamento último e irrebatible de todas las cosas. Vulgarizándolo, en eso consiste el país "zocalero", el que ve verdades en los zócalos de los programas de noticias. El que toma el título por el texto.
También la acción tiene un abismo: el que demanda una entrega acrítica a "la causa" y toma toda objeción como traición. Los que tenemos el privilegio de comer a horario, leer y tener un trabajo, nos habituamos a considerar la opinión de los demás como arma arrojadiza, lo que nos problematiza al punto del agravio.
Nosotros, argentinos privilegiados, manifestamos la impotencia de nuestra imaginación cuando pensamos en la felicidad: creemos que se trata de no tener carencias, sin advertir que, si así fuera, tampoco tendríamos deseos. Nos crispamos cuando se demora la mañana luminosa que anuncia la llegada de un reino confortable. Descalificamos al que sostiene que ambicionamos mal, que la vida es trabajo, persistencia, solidaridad, equidad, decoro, porque escuchamos que nos está diciendo que carecemos de esos atributos. Culpamos a quien no nos da frutos, por nuestro pecado de no haber sembrado las semillas.
Leí algunos dictámenes del doctor Carlos Balbín firmados durante su desempeño como procurador. Más allá de la idoneidad, que descontaba, y de la sabia colaboración de un personal al que reconozco por su formación, siempre me llamaron la atención una serena convicción, una parca distribución de los valores en juego y una invariable independencia de criterio. Particularmente esto último, en el ámbito de la administración, donde muchos creen que el secreto del éxito es carecer de espina dorsal. No hay ningún secreto para el éxito, pero sí una fórmula para la autodefensa: saber decir que no, cuando es necesario hacerlo.
Sin embargo, en las sociedades institucionalmente irrespetuosas, como lo es la nuestra, la Constitución presidencialista no se lleva bien con los funcionarios indóciles. El "no" es el blasón de rebeldía para los que entienden el ejercicio del poder como el hábito de enhebrar venias.
El doctor Balbín renunció a la Procuración del Tesoro el 24 de abril de 2017. Como las razones aducidas fueron personales, no corresponde que yo me haga eco de los trascendidos. De inmediato, le fue ofrecido el cargo de representante especial para los Derechos Humanos ante la ONU, otro honor, máxime cuando su predecesor había sido Leandro Despouy. Respondió en forma circunspecta que no y volvió a su trabajo en la Cámara en lo Contencioso Administrativo y Tributario de la Ciudad. Dijo: "no".
"Es posible tener un sistema de valores y no poder vivir de acuerdo con él", escribió Lisa Brennan-Jobs, la hija de Steve Jobs. También es posible todo lo contrario.
En un país en el que tenemos el hábito de ver la paja en el ojo ajeno, se ha transformado en un arte ignorar la viga en el propio, que llevamos del barroco al rococó. Nos sentimos frustrados cuando nadie tiene la culpa. De eso surge que, al ser todos culpables, ninguno lo es. Pero tampoco ninguno queda indemne. ¿Cómo no recordar a Edipo? No sabía que su padre lo era, cuando lo mató. No sabía que su madre lo era, cuando la desposó. Según nuestro sentido común, era inocente. Pero Edipo calló, y se sacó los ojos.
El respeto es siempre a la diferencia. No existe, por consiguiente, cuando la boca del que tiene la palabra piensa que lo que dice es la verdad. Virtuosos en la insolencia, es por eso que cuando descubrimos que esa verdad no era tal, reaccionamos con decepción y cólera. Es por eso que nos queremos tan poco los argentinos, que no nos elogiamos, que no nos damos cuenta de que no se puede crecer sin creer. Es por eso que elogio al doctor Balbín.
En la carta veintidós a Lucilio, Séneca escribe: "Admira al que lo intenta, aunque fracase". Y añade: "Al principio fueron vicios; hoy son costumbres".
Presidente de Corporación América