Elecciones en Chile. ¿La fuerza de la razón?
El candidato de Apruebo Dignidad, Gabriel Boric, triunfó en forma amplia e inesperada (por lo holgada) en la segunda vuelta de la elecciones presidenciales en Chile. Su victoria lo consagra como el presidente más joven en la historia del país y representando a un frente de izquierda heredero de las revueltas estudiantiles del 2011 y del estallido social de octubre de 2019.
No obstante, su triunfo no logra borrar al menos dos datos insoslayables: en primer lugar, la extrema polarización que se fue delineando inicialmente durante la conformación de los frentes y partidos y luego con los resultados de la primarias entre una coalición de izquierda con una agenda con propuestas refundacionales y una derecha resistente y abroquelada en torno de una figura proveniente del pinochetismo. Es cierto que para la segunda vuelta ambas fuerzas habían moderado sus respectivos discursos y programas buscando a los electores del centro político, pero la relación con sus bases y partidos de origen será todo un desafío, principalmente para el presidente electo, pero también para el futuro político de José Antonio Kast desde la oposición.
En segundo lugar, si bien se trata de las elecciones presidenciales con mayor participación electoral desde que se instauró el voto voluntario en 2012 (55,6% ), no deja de llamar la atención que en un contexto polarizado y que se ha definido como la elección más trascendental en lo que va del siglo en el país, apenas haya votado un poco más de la mitad del padrón electoral (ese número es incluso menor a la personas en edad de votar ya que en Chile primero hay que inscribirse para ello).
Estas dos paradojas nos conducen a los dos principales desafíos que debe enfrentar el presidente que asumirá en marzo de 2022. No me voy a referir a desafíos concretos de gobierno y ligados a la coyuntura sino más bien a tendencias estructurales que atraviesan la sociedad chilena y su sistema político en la última década.
Por un lado, lo que recurriendo a Spinoza (o más bien desde la lectura de Toni Negri) podríamos denominar como una tensión entre poder constituyente (la potencia de la soberanía popular) y poder constituido (la fuerza de la institucionalidad estatal). Más allá de su moderación de último momento, Boric fue un actor clave en el movimiento de impugnación de la clase política tradicional que puso en jaque a la derecha de Sebastián Piñera e incluso a la misma ex-Concertación y que luego se plasmó en el plebiscito para conformar una convención constituyente. La agenda refundacional de este movimiento choca de frente con una institucionalidad fuerte, de larga duración y bastante eficaz por cierto, que encarna una afición atávica de la cultura política chilena por el orden. Una institucionalidad que se traduce en seguridad jurídica, continuidad del neoliberalismo y previsibilidad para los actores económicos, pero también que muestra los dientes con facilidad atropellando derechos fundamentales con llamativa frecuencia.
Por otro lado, se da tensión entre la democracia en tanto régimen político y una democratización como igualación social y acceso a mecanismos de toma de decisión y a bienes públicos. Si bien se mantiene el funcionamiento democrático y las fuerzas principales en pugna adhieren a sus reglas de juego, la desafección política que evidencia esa participación reducida del electorado da cuenta de que la polarización principal en el Chile contemporáneo no parece ser entre izquierda y derecha sino más bien a partir de un clivaje horizontal entre élites y ciudadanía/pueblo. Justamente, la agenda de la Convención Constituyente pasa hoy por dar mayor espacio a esa democratización social. El principal desafío que se le presenta a un nuevo liderazgo político es que ese proceso avance superando la resistencia de las jerarquías sociales sin atropellar a las minorías y se base en acuerdos amplios que no pongan en peligro el funcionamiento democrático.
Director de posgrado de la facultad de Ciencias Sociales de la USAL