El Zeppelin en Bs. As.: un objeto en el cielo
Hace 70 años, los porteños se asombraban al observar el paso por Buenos Aires del dirigible alemán que, en el apogeo del nazismo, hizo sobrevolar la esvástica sobre la Argentina
El sábado 30 de junio de 1934 los porteños tuvieron que abandonar sus lechos desde muy temprano -algunos a su pesar, pues en aquel entonces eran habituales las trasnochadas- y enfrentarse con los aires destemplados del amanecer invernal. Muchos se treparon a las azoteas o los techos de sus casas; otros se instalaron en los balcones; no pocos se encaminaron a los parques y las plazas, y los menos, pero más privilegiados, terminaron sus preparativos para dirigirse al acantonamiento militar de Campo de Mayo.
Entretanto, sobre las aguas aún ensombrecidas del Río de la Plata y casi en el filo del horizonte, semiconfundida con los claroscuros del amanecer, podía entreverse una silueta alargada, perfil que no alcanzaba a disimular la imponencia de su porte. Se trataba del dirigible alemán Graf Zeppelin, que se aprestaba a posarse en tierra argentina por primera y única vez en su movida existencia.
Una historia etérea
Los "menos pesados que el aire" se aproximaban a su ocaso, pero todavía estaban empeñados en discutirle en vano a los aviones la supremacía aérea, que había sido de ellos antes que de ningún otro artilugio volador.
Los dirigibles, hermanos mayores de los globos, tenían la ventaja de que, tal como su apelativo lo indicaba, se les podía imprimir dirección, altura y velocidad determinadas; en cambio, sus parientes menores quedaban librados -o casi- a los azarosos caprichos del viento. Habían nacido, según los historiadores aeronáuticos, el 24 de septiembre de 1852, en París, donde el francés Henri Giffard logró hacer volar a lo largo de 26 kilómetros un artefacto ahusado de 44 metros de eslora, hélice movida por un motor a vapor y dotado de una vela a guisa de timón. Casi medio siglo más tarde, el brasileño Alberto Santos-Dumont asombró con sus osados experimentos a los parisienses utilizando precoces dirigibles equipados con motores a explosión e hidrógeno como gas sustentador. Con uno de ellos, el Santos-Dumont 5, logró, en 1901, volar desde París hasta Saint-Cloud y, asimismo, circunvolar la torre Eiffel.
Tales experiencias fueron simultáneas con las efectuadas por un militar y aristócrata alemán, el teniente general conde Ferdinad von Zeppelin, igualmente empeñado en la construcción de dirigibles rígidos, provistos de un armazón recubierto de tela y en cuyo interior se encontraban los balones utilizados como depósitos del gas. Perfeccionados en forma paulatina, los zeppelines no pudieron hurtarle el cuerpo al ingenio destructor que suele caracterizar a la especie humana: sirvieron como exploradores (y también en calidad de bombarderos) durante la primera gran contienda mundial. Zeppelin murió en 1917. Uno de sus colaboradores, el doctor Hugo Eckener, tomó la posta en cuanto a uso civil y pacífico se refería y se aplicó a mejorar los dirigibles con miras al transporte de pasajeros.
A ese género estaba adscripto el ingenio volador bautizado con el apellido de quien había inspirado esa especie. En octubre de 1928, el LZ 127 Graf Zeppelin condujo a 60 personas desde Friedrichshafen, Alemania, hasta Nueva York, itinerario que le demandó 110 horas de viaje. Al partir, los viajeros arrojaron flores, mientras las bandas de música ejecutaban el "Deutschland über Alles", himno nacional alemán.
La aeronave tenía 236 metros de longitud, 80,5 de diámetro y 105.000 metros cúbicos de capacidad. No fue más gigantesca porque, en ese caso, no había un hangar capaz de albergarla. Su armazón era de duraluminio, estaba dividida en 17 secciones intercomunicadas por pasillos y cubierta con tela de algodón de alta resistencia. La barquilla, situada debajo del fuselaje y hacia proa, contenía el puesto de mando, estación radiotelegráfica, salón de estar, comedor de pasajeros, cocina eléctrica, bodega para equipajes, carga y correo, recinto aislado para que los fumadores pudiesen satisfacer su vicio, servicios sanitarios y diez camarotes, dispuestos para albergar a dos personas cada uno y separados por tabiques de lona recubierta de tela de tapicería. Además, en el mismo recinto, flanqueado por grandes ventanales, se hallaba el alojamiento de los tripulantes.
Los cinco motores Marybach-VI-2, colocados en barquillas externas y alimentados alternativamente con nafta o gas, movían hélices de acción directa que impulsaban al dirigible hasta una velocidad máxima de 128 kilómetros por hora. A popa, cuatro grandes timones, dos horizontales y dos verticales, sometían dirección y altura a la voluntad del timonel de turno. Con una carga útil de 15 toneladas -sometidas a riguroso control, dado que el volumen del gas sustentador admitía tan sólo un mínimo excedente de peso-, el Graf Zeppelin poseía un radio de acción de 10.000 kilómetros.
Ida y vuelta desde un continente a otro (con un periplo incluido), el dirigible había llegado en 1930 al Brasil, donde contaba con precarias instalaciones para amarrar. El doctor Eckener lamentaba no poder extender hasta Buenos Aires esas excursiones, pero razones de estricta seguridad se lo impedían: no podía alejarse de los escasos aeropuertos que estaban en condiciones de recibir a su mastodonte volador y el más próximo se encontraba en Lakehurst, a 11.000 kilómetros de nuestra capital.
Indiferencia oficial
Así y todo, el Graf Zeppelin iba a llegar aquí. El 18 de abril de 1934, LA NACION anunció que pese "a la indiferencia oficial" que había rehusado construir un modesto mástil de amarre, de "un costo inferior a cincuenta mil pesos", los armadores alemanes habían decidido alcanzar Buenos Aires durante el viaje previsto para el 23 de junio del mismo año. "La presencia del Graf Zeppelin en nuestro cielo -se reflexionó en aquel anuncio- tendrá también el significado de una incitación a colaborar en la tarea afanosa de afianzar la conquista del espacio, en que participan los gobiernos y las instituciones científicas de casi todos los países." Otras consideraciones al margen, el Graf Zeppelin se había convertido, además, en un contundente recurso propagandístico que pretendía exaltar las "bondades" del régimen nazi.
Sobre Buenos Aires
Los preparativos fueron encarados con premura muy parecida al frenesí. El hábito tan folklórico de dejar todo para último momento impuso organizar y hacer en un par de meses cuanto no había sido hecho durante años.
En Campo de Mayo fue dispuesto el campo de aterrizaje recostado sobre el vértice del ángulo formado por los cuarteles de los regimientos 2 de Artillería a Caballo y 8 de Caballería. Se ingresaría en ese lugar por las puertas 4 y 5 del acantonamiento castrense. Doscientos soldados conscriptos del entonces Cuerpo de Aviación del Ejército formaron una compañía que, a las órdenes del capitán César Villafañe, hicieron "ejercicios prácticos de amarre": una parte de esa tropa tenía por misión sujetar las cuerdas de amarre y la otra debía asirse a los pasamanos de la barquilla, con el exclusivo propósito de mantener al Graf Zeppelin cautivo del suelo argentino.
Llegado a este punto el relato, es oportuno regresar a aquel sábado 30. Apenas asomó el primer rayo del sol, el dirigible apagó su poderoso reflector, dejó atrás el río y se dedicó a evolucionar sobre nuestra ciudad. Una multitud ansiosa, animada por esa curiosidad casi provinciana con que lo porteños reciben cuanto hay de novedoso, echó hacia atrás la cabeza y clavó la vista en el firmamento. Tan estricta atención provocó más de un percance. Entre ellos, el de una dignísima madre de familia boquense, quien en su afán de no perderse detalle del paquidérmico andar del Zeppelin dio un paso atrás y se desplomó desde el techo de su vivienda, trance del cual emergió asustada e indemne.
Aviones militares y civiles, escalonados a respetuosa distancia, escoltaban al dirigible. Desde uno de esos aparatos, el fotógrafo de LA NACION Juan Di Sandro tomaba algunas de las vistas que inmortalizarían al visitante pendiendo sobre Buenos Aires. Para satisfacción de sus habitantes, ningún barrio se privó del majestuoso sobrevuelo del prodigioso artefacto y de la visión de la cruz gamada a guisa de único ornamento de sus timones.
Por fin, tomando rumbo sobre las vías del Ferrocarril Terminal Buenos Aires (mucho más adelante F. C. Urquiza), lentamente el dirigible se encaminó a su punto de destino, no sin antes haber "cabeceado" ante el Congreso nacional, a modo de ceremonioso saludo.
En realidad, el Graf Zeppelin vino, tocó y siguió, pero a nadie pareció importarle la fugacidad de esa estada. A las 8.47, con la ayuda de las prolijas maniobras de amarre supervisadas por el director general de Aviación del Ejército, coronel Angel María Zuloaga -uno de los eminentes precursores de nuestra aeronáutica-, la barquilla de la aeronave rozó apenas el territorio nacional. De ella descendió el doctor Eckener para saludar a las autoridades. Entretanto, el Graf Zeppelin cargaba el agua que le suministraba una autobomba de los bomberos, intercambiaba correspondencia con los empleados del correo y embarcaba varios pasajeros; entre ellos, y en calidad de invitados especiales, los aviadores navales tenientes de fragata Edgardo J. Bonnet y Ezequiel del Rivero, y los pilotos militares capitanes Juan Elías y Pedro Castex Lainfor.
Y nada más. Desde la portezuela, el doctor Eckener, enfundado en un saco de cuero blanco y cubierta su cabeza por una gorra naval, saludó al público que había colmado Campo de Mayo. Fue retribuido con una larga salva de aplausos. Los conscriptos le dieron un envión a la barquilla, cayeron los cables y, a las 9.47, el dirigible volvió a buscar el cielo en marcha ascendente. Remoloneó algo sobre la ciudad, tal como si se resistiese a abandonarla, hasta que por fin desapareció en el horizonte, a las 10.30, con su proa apuntando a Montevideo.
Regresar de Campo de Mayo fue, de acuerdo con el título de este diario, "obra de romanos", a causa de un descomunal embotellamiento que provocó demoras de hasta cuatro horas para llegar al Centro.
Infinidad de cavilaciones optimistas ponían el acento en lo positivo de un futuro plan de viajes regulares. Vanas ilusiones. Costos descomunales y burocracias pertinaces le pusieron punto a ese proyecto, que habría de sucumbir definitivamente al compás del ocaso del uso comercial del dirigible, fruto de la catástrofe del Hinderburg, casi tres años después, en las afueras de Nueva York. Tiempo ese en que la presentación porteña del Graf Zeppelin ya era un fresco recuerdo que pisaba el umbral de la melancólica añoranza.