El virus y la unidad nunca pensada
La pandemia, que se propaga por los cuerpos, permite reparar en la unidad de la condición humana, abierta a la diversidad
Desde la noche de la historia, la violencia y la separación son tan naturales como el respirar. El enfrentamiento y la desconfianza continua destruyen una realidad evidente pero siempre negada: la unidad del género humano; en el nacer, el morir y el sufrir.
Pocas veces nos permitimos comprender y asumir esa unidad. El disturbio pandémico global debería ser una oportunidad para pensar de nuevo en esto. En todas partes, la condición humana es la misma: la de la angustia y el temor al contagio, la de las muertes multiplicadas que recuerdan la fragilidad de todo ser humano; la del deseo de una vida distinta del peligro y el encierro.
La cuarentena global, las circunstancias comunes que hoy vive la humanidad, podrían motivar un pensamiento que descifre y subraye la íntima unidad de la especie.
En Sapiens. De animales a dioses, el historiador israelí Yuval Harari propone tres formas que, en la historia, avanzaron hacia una cierta conciencia de la unidad de la humanidad. El dinero, los imperios y la religión monoteísta. El dinero, como medio de intercambio comercial fundado en la confianza común entre todos los agentes económicos de los diversos países y continentes. Los imperios que se imponen por la violencia y la supresión de las libertades pero que, paradójicamente, según este autor, generan una estabilidad que integra a poblaciones separadas y enfrentadas bajo una misma ley.
Desde una estricta perspectiva histórica, las religiones monoteístas han propendido a la intolerancia pero, a la vez, al introducir la conciencia de un solo dios, los humanos divididos en pueblos a veces enemigos son vistos, en realidad, como una única creación de un único ser divino. Una sola humanidad creada por Dios.
Por la filosofía se apaña también la idea de la humanidad integrada. En la llamada filosofía helenística, luego de las transformaciones provocadas por la conquista del Imperio persa por Alejandro Magno, los filósofos cínicos representaron una nueva conciencia de la unidad de la humanidad. Esos personajes dados a la vida austera e indiferente a los artificios y convenciones sociales, herederos declarados de Sócrates, se sentían ciudadanos del mundo, miembros de una cosmópolis. Sin embargo, los cínicos todavía diferenciaban entre una Gran Ciudad habitada por los sabios y "las ciudades de aquí abajo", con todos los demás. Por esto, fue necesario esperar a la Modernidad para hablar de la unidad teórica del género humano a través de la doctrina de los derechos naturales como sustento de la universalidad de los derechos humanos.
Pero hoy, quizá, la sumergida conciencia de unidad del género humano debería anclarse en aquellos procesos naturales subestimados que el virus global sitúa en primer plano. El mal virósico emerge desde los procesos naturales en interrelación con la acción humana. Actualmente, circulan infinidad de conjeturas sobre el origen del virus, algunas sustentadas en especulaciones conspiranoicas incomprobables. Pero es altamente factible que el disturbio pandémico haya sido provocado, como a fin de cuentas se presumió desde un comienzo, por la transmisión del virus desde animales hacia humanos en el wet market de Wuhan. La procedencia biológica de la epidemia, y su circulación por los cuerpos y el contacto, nos devuelven a lo que también siempre se distorsiona, niega u olvida: la constante interacción de la cultura con los procesos naturales.
Podemos divagar en abstracciones, en afiebrados sueños de poder, en largos tiempos de solo ser en las pantallas o en creencias de un más allá. Pero existimos primero por el cuerpo, y el cuerpo, además de entidad cultural, siempre nos sumerge en el mundo físico y natural. Ya hace tiempo, la biología celular insiste en que la humanidad es unificada por una misma identidad genética.
El Proyecto Genoma Humano hizo grandes avances en el estudio de las secuencias del genoma, el material genético presente en casi todas las células del cuerpo. Muchos de los investigadores vinculados a ese proyecto hoy postulan que la vieja separación de la especie entre las tan pregonadas razas abreva en nociones míticas, antediluvianas, falsas, sin asidero en la realidad biológica del sapiens. Las diferencias entre una persona caucásica, africana o asiática se disuelven cuando el ojo científico ausculta la estructura interna del genoma del ADN.
En esa dirección, y también por otras cuestiones, se entona el artículo 1 de la Declaración Universal sobre el Genoma Humano y los Derechos Humanos de la Unesco, del 11 de noviembre de 1997, que afirma que "el genoma humano es la base de la unidad fundamental de todos los miembros de la familia humana y el reconocimiento de su dignidad intrínseca y su diversidad".
El Covid-19 contamina por igual a una humanidad que, al estar hecha de una misma arcilla genética, es también una en su vulnerable ser biológico.
La unidad de los humanos tiene así un doble origen: por un lado se funda en la naturaleza, en la mentada unidad genética y, por el otro, se enraíza en la cultura, en la postulación cultural de los derechos humanos universales inherentes a cada individuo. La unidad por la naturaleza y por el derecho, en la intersección entre biología y cultura.
Cuando el sapiens se piensa separado de la naturaleza, alimenta "la ignorancia de la unidad biológica de la especie homo", tal como afirma Edgar Morin, sociólogo francés, hoy de casi cien años, que en la década de 1960 acuñó el concepto de "imaginario colectivo". Según Morin, "resulta imposible fundar la unidad humana al margen de su naturaleza biológica". Por esto es necesario superar también el "paradigma disyuntor" de la Modernidad, por el cual se piensa desde A o B, siempre separados. Desde esa forma de pensar disyuntiva, por ejemplo, si se quiere la diversidad no debe haber unidad, o al revés.
La unidad biológica es hoy suscripta por el virus, que nos revela como una única familia humana temerosa del contagio. Esto sugiere un camino para pensar la unidad de la especie humana, pero esa unidad no es ninguna idea abstracta que niegue lo diverso de las culturas, de las naciones, de las ideas, de las creencias y de toda la polifonía de la vida humana. No es unidad o diversidad, sino ambas cosas a la vez. La unidad genética del humano se expresa, justamente, como "la diversidad de individuos propia de nuestra especie", según Morin agrega en su ensayo "L’unidualité de l’homme".
La diversidad enriquece y no niega la unidad genética; más bien, es su expresión. Lo que debemos abrazar es la unidad del ser de todos los humanos, y esto no niega ni suprime las diversidades. Al contrario. La misma y única humanidad es tanto más rica cuanto más distinta en individuos, grupos o naciones, más plena en creaciones, visiones del ser o explicaciones del misterio de todo.
Cada individuo es una soledad única, intransferible, un mundo que suele permanecer ignorado y ni siquiera percibido por los otros.
En esa unidad en la diversidad, cada individuo tiene su propia palabra, su propia historia. Esa realidad es muy distinta de la de los humanos siempre separados y enfrentados, sin unidad ni respeto mutuo, entre las olas bruscas de la desigualdad, el odio, la estigmatización y la no voluntad de cooperación.
Eso es y seguirá siendo así. Observación obligada, en principio, por un seco realismo. Pero entre las dos opciones que Harari propone para el futuro, aislamiento nacionalista o solidaridad mundial, ojalá prevalezca la unidad solidaria; aunque en esto se baten las alas, claro, de un deseo ideal.
El hecho de estar embarcados en el mismo miedo ante la amenaza epidemiológica pudo haber sido la oportunidad para advertir la otra unidad del género humano en la diversidad. Esa unidad silenciosa y ancestral entre los humanos, siempre olvidada, negada interesadamente, despreciada y ni siquiera pensada.
Filósofo, escritor, publicó La sociedad de la excitación. Del hiperconsumo al arte y la serenidad (Continente)