El viejo y noble Fusca de Pepe Mujica
Cuando los rostros se desfiguran a golpes de Botox, cuando los gestos devienen muecas digitadas por expertos en marketing, cuando las palabras son ruidos que nombran la nada, cuando la realidad se desfonda y todo parece perdido, se recorta en el camino polvoriento la silueta de un Volkswagen Escarabajo celeste que se acerca y del que desciende un hombre de gafas negras y camisa blanca en el que todos ven exactamente lo que hay, y esa coincidencia, esa certeza sin dobleces vuelve a restablecer, al menos por un momento, al menos en ese lugar, la consistencia del mundo.
El hecho salió en los diarios: el domingo pasado el presidente uruguayo, José Mujica , llegó a la escuelita de la localidad de Rincón del Cerro, donde debía depositar el voto, a bordo de su noble Fusca. He aquí la verdadera revolución: Mujica no tiene la suerte de ser un abogado exitoso y dejará la presidencia de su país conduciendo el mismo viejo coche que tenía cuando asumió. En un tiempo de dirigentes corruptos que se emborrachan de poder y dinero, emergentes de una cultura que venera antes que nada al dios del consumo, Pepe Mujica es una rara avis que puede darse un lujo que no tiene precio y que sólo alcanzan unos pocos: mostrarse tal como es. Eso, en el terreno de la política, es como dar un puñetazo en el centro de la mesa. Por default, deja en evidencia la hipocresía y la mezquindad del poder envarado y sin escrúpulos que hoy campea a sus anchas en buena parte del globo.
Lo hace desde Uruguay , un país donde todo sucede en sordina y donde no es raro que un presidente sea considerado un vecino más. Así lo trataron los parroquianos que se acercaron a saludarlo. Uno de ellos le regaló un retrato con una dedicatoria: "Al Pepe. Del Negro Bocha".
-Bueno, muchas gracias, hermano -devolvió el presidente.
Lo seguían las cámaras del equipo de Emir Kusturica, que filma un documental sobre este ex guerrillero de 79 años que está a punto de volver al llano, si cabe la figura. Ante la consulta periodística, Mujica contó que aprovecharía la jornada electoral para preparar un cantero donde plantar zapallos.
De este lado del río, en cambio, tenemos una Presidenta que al mirar la tierra no piensa en hortalizas sino en yacimientos de petróleo: la reforma de la ley de hidrocarburos que impulsó esta semana le permitirá a su socio comercial, Lázaro Báez , extender por 35 años más el control de sus áreas petroleras en Santa Cruz.
Mujica y Cristina pertenecen, se diría, al mismo arco ideológico. A pesar de eso, nunca se entendieron. La piel se impone a las ideas. El Volkswagen modelo 1987 del uruguayo ha de valer menos que la hebilla de las carteras Louis Vuitton que luce la argentina, cuya debilidad por el glamour de las grandes marcas es conocida. Mujica, más rústico, practica la autenticidad. Todos recuerdan la opinión que se le escapó por un micrófono abierto, según la cual la señora es peor y más terca que su difunto esposo. No se sintió obligado a retractarse, como sí lo hizo su compatriota Jorge Batlle en un penoso acto de contrición. Tal vez Pepe ignore que aquí la gente prefiere que le mientan. Los argentinos queremos escuchar cosas dulces, aunque no sean ciertas, por eso todo indica que el año próximo nos volverán a vender la felicidad en un paquete bien envuelto, con moño y todo.
Mujica es al mundo de la política lo que el simple tomate de huerta es al universo de los alimentos genéticamente modificados. En la verdulería, nuestra mano incauta se siente atraída por la forma redonda, por la superficie brillante, y elegimos el tomate perfecto con la convicción de que estamos llevando mercadería gourmet. Más nos valdría dejarlo en la góndola, para recrear sólo la vista, porque en cuanto lo probamos se revela insípido, sin sustancia, y para peor lleno de químicos traicioneros que van minando insensiblemente nuestra salud. Ahí, cuando ya es tarde, advertimos el error: debimos haber elegido el tomate más humilde, el de formas irregulares y color apagado. Pero somos necios, y en la fina película de tierra adherida a su costado vimos un rasgo de imperfección en lugar de tomarla como la garantía de que aquello era, precisamente, un tomate. Engañados, nos llevamos otra cosa. Un producto de laboratorio, a veces letal. Ése es nuestro pecado y lo pagamos muy caro.
Firmas LA NACION-Todos los textos del autor, en la nueva aplicación disponible para Android e iOS