El viaje único de Francisco
ROMA.- Ningún viaje papal a Tierra Santa se parece del todo al que el papa Francisco concluyó el lunes, que es ciertamente único. Por lo pronto, fue un viaje triple, a tres naciones, dos de las cuales, Israel y Palestina, están en principio todavía en guerra; y aun este último país sigue hasta ahora dividido en dos, y no sólo por razones geográficas, sino hasta cierto punto también ideológicas: Cisjordania y la zona de Gaza.
El desafío era por consiguiente inmenso. Era lícito preguntarse cómo el papa Francisco haría frente a esta especie de rompecabezas religioso, político y, sobre todo, humano.
Sin duda, estaban de por medio la conmemoración y, más aún, la renovación actualizada del encuentro del papa Pablo VI con el patriarca Atenágoras. Aunque aquí también se presentaba un desafío, sus términos parecían mucho más simples y más bien cobraban el aire de una solemne confirmación, que, claro, no podía ser reproducida como tal, sino enriquecida.
El mismo radical cambio de ambiente movía ya a esperar una especie de nuevo principio. El papa Pablo VI y el patriarca Atenágoras se encontraron en la delegación apostólica en Jerusalén; es decir, en territorio vaticano. Esta vez, Francisco y Bartolomé se encontraron en terreno sacro. Más sacro imposible: frente a la tumba donde por tres días descansó el cuerpo sacrosanto del hijo de Dios, descendido de la cruz y allí mismo resucitado. Semejante ambiente no podía menos que dar otro sentido y otra dimensión al encuentro. Basta leer la declaración común para convencerse. Ambos son conscientes de que la unidad canónica, litúrgica y sobre todo eucarística no ha llegado todavía. Y lo declaran. Pero el intercambio, la profesión de plena cooperación y la mutua profundidad religiosa están ya allí, y llegados a un punto donde lo que falta sería la única consecuencia lógica.
Es verdad que Bartolomé no es el jefe único y la cabeza indiscutida de toda la Ortodoxia. Y se advierte que, en cuanto es posible saber, el patriarcado ruso estaba ausente. Quizás el futuro concilio de las iglesias ortodoxas ya en preparación contribuya a que la Ortodoxia entera y la Iglesia Católica logren dar, por la gracia de Dios, el paso que falta.
El viaje apostólico de Francisco se distingue por características que no hay que dudar en calificar de únicas. Y esto, por lo que dijo en determinadas ocasiones y por las públicas propuestas que tuvo el ánimo de hacer. La más notable, la de invitar a los dos máximos dirigentes palestino e israelí a encontrarse en el Vaticano, su casa. No para discutir sobre la paz y sus posibles caminos, sino para orar juntos por ella. Hay que subrayar netamente la distinción, que además salta a la vista.
No se trata de discutir sobre la paz, los recursos y medios para promoverla y evitar o resolver conflictos.
Se trata de orar. Es decir, en el fondo, recurrir a la vocación religiosa y al compromiso de cada uno con su conciencia de la propia vocación de hombres que creen, a su modo y a una distancia tan grande como el judaísmo y el islam. ¿La distancia es tan grande como parece a primera vista? Cómo esto se puede realizar queda en la fecunda e imprevisible imaginación del papa Francisco.
Quizás esto mismo sea la garantía del sentido de la invitación, que se fía absolutamente del Dios en quien unos y otros creen, y no en cualquier medio terrestre, por eficaz que sea. Esperaremos el resultado y ante todo oraremos por él.
Por su valor intrínseco y su contenido religioso -más allá del lugar donde las palabras fueron dichas-, exalto la oración, la intensa meditación conmovedora, recitada en el monumento que sirve de recuerdo al horrible hecho de la Shoá.
Esas palabras, más que reproducidas, deberían ser grabadas en el ánimo de judíos y cristianos, y de estos últimos sobre todo. A ellos y a todos nosotros el Señor se dirige con el apelativo propio del hombre en el Génesis y les pregunta, y se pregunta a sí mismo, cómo fue posible que ese Adán, criatura tomada de su propio polvo y animada con su propio soplo, hiciera aquello que se conmemora en Yad Vashem. ¿Cómo pudo desfigurarse hasta ese punto la realidad humana? La pregunta queda sin respuesta. Ni la puede tener, aunque está dirigida a todos y cada uno de nosotros, responsables directos o indirectos (y la distinción resulta aquí bastante inútil: el que esté sin pecado arroje la primera piedra).
La increíble meditación así formulada no puede concluir sino por una parte con nuestro llanto y con un súplica de perdón: "Recuérdate de nosotros en tu misericordia".
El autor, cardenal, es bibliotecario y archivista emérito de la Santa Sede
Jorge Mejía