El verdadero progreso
Hasta hace unos años, desde aquí se veía el mar. Bandadas de aves anidaban cerca de la orilla, entre las dunas. Resultaba enormemente placentero verlas en esa parte encharcada de la playa, jubilosas, capturando insectos como de adentro de un espejo.
Era uno de esos lugares adonde se iba a descubrir estrellas y a contemplar la luna llena saliendo del océano. Después, los hoteles se instalaron sobre la arena, lo que había estado prohibido hasta aquella medianoche en que el intendente y unos concejales dejaron de tener fe en esa limitación. La costa, desfigurada por la presión inmobiliaria, es ahora la senda por donde pasan cuatriciclos en ráfagas ruidosas para perderse entre los médanos, como buscando algo que nunca aparece. Aquella atmósfera de encanto fue reemplazada por construcciones grandilocuentes que contribuyeron a destruir su carácter y a expandir una luz venenosa, más propia de una autopista o de una fábrica. Es el progreso, dicen.
No diré a qué lugar corresponde esta descripción. Vale para muchos, demasiados. Pues esta patología se expande entre un número creciente de bellísimos sitios que carecen de una planificación orientada a resguardar de manera adecuada sus valores esenciales. Aunque la gente que allí habita está hondamente marcada por las características del medio, es usual que surjan proyectos de infraestructura que ignoren y hasta promuevan valores sin relación con la comunidad ni con el espacio que la rodea. Se trata, por lo general, de propuestas ideadas por personas que no viven ni vivirán allí, pero que aseguran que no es posible detener el progreso, que es irremediable. Están allí para hacer un negocio, no para fortalecer la emoción estética que el sitio genera. El progreso -según entienden- puede exigir resignarse a perder algo indispensable. Es la creencia en el "mal necesario", a la que se agrega algo particularmente destructivo: quienes tienen a su cargo la administración del área suelen percibir sólo las ventajas y no los riesgos de incentivar emprendimientos agresivos con el entorno. Parece la abolición de cualquier integración de los proyectos individuales en un programa colectivo.
¿Podríamos llamar "progreso" a aquello que se consigue a costa de los valores de una comunidad y su calidad de vida? El progreso conduce a una mejora en el bienestar, pero su esencia excede al despliegue de infraestructura, la generación de fuentes de trabajo para la mano de obra ociosa o cualquier respuesta coyuntural que busque paliar una crisis. Tampoco debe confundirse el progreso con la rentabilidad. El verdadero progreso contempla la defensa de los valores que cada comunidad ha elaborado en armonía con su hábitat.
Una de las causas que desencadenaron tantos conflictos ambientales se relacionan con la idea de que el mero cumplimiento de las normas -a menudo escasas en materia de planificación- garantiza la legitimidad de un proyecto. Porque éste, además, debe recibir la escurridiza aprobación de la comunidad local, esa licencia social que les otorga legitimidad. La indiferencia hacia estos aspectos ha sido causa de numerosos e importantes conflictos. Y lo seguirá siendo en el futuro. Subestimar problemas de esta naturaleza no es sino el resultado de un pensamiento que no sabe más que moverse por intereses puramente circunstanciales que pretenden sólo ganancias inmediatas.
Entre las razones de estos conflictos se encuentra la ausencia de una planificación que permita establecer cómo quiere la comunidad disponer de su territorio: en qué lugar quisiera qué. La planificación estratégica brinda el marco para el desarrollo de un territorio (sea éste una provincia, un municipio, una región), estableciendo las metas que guiarán la forma de conseguir el progreso buscado. Esas metas, discutidas de modo participativo con todos los sectores de la sociedad, permiten preservar el carácter del sitio y hace que los ciudadanos canalicen sus preocupaciones y sugerencias en forma inteligente a través de un proceso edificante, que fortalece la tan debilitada cultura cívica y, al mismo tiempo, limita la posibilidad de adoptar decisiones con fundamento en urgencias coyunturales que pudieran impactar de manera irreversible en el carácter y los valores locales.
Resulta inadmisible que aquello que la comunidad valora y busca legítimamente proteger pueda desmantelarse mediante una decisión inadecuada. La belleza de esos espacios responde a la relación entre las características naturales y un conjunto de valores -históricos, culturales, etcétera- forjados a través del tiempo con esfuerzo y gracias, seguramente, a mucho talento. "Bello es lo que el tiempo no hace vulgar", decía Juan Ramón Jiménez. Sin embargo, para destruir esa belleza basta a veces el acuerdo entre unos pocos interesados. La única garantía para que esto no ocurra es contar con una planificación adecuada que refleje los valores y la voluntad de la comunidad.
Konrad Lorenz, etólogo distinguido con un Premio Nobel en 1973, solía destacar que entre quienes deben decidir si se construirá una calle, una usina o una fábrica que destruirá para siempre la belleza de todo un amplio paisaje, las consideraciones estéticas no juegan papel alguno. Parecería que, desde el intendente de una pequeña comunidad hasta el ministro de Economía de un gran Estado, existe una total unanimidad de criterio en cuanto a que la belleza natural no merece sacrificio alguno de orden económico ni político. Por eso, cuando no se cuenta con una planificación adecuada, es necesario que la ciudadanía se involucre activamente ante cada caso que pudiera poner en riesgo el carácter de un lugar. Es el sentido de porvenir lo que impulsa ese accionar, a menudo colmado de adversidades: de allí que no exista fuerza más grande que la oposición de una comunidad a una propuesta que atenta contra sus valores esenciales. Y en esas circunstancias, las autoridades y los intereses que buscan doblegar semejante fuerza saben, en lo más profundo, que están haciendo algo ilegítimo.
No es imprescindible involucrarse y participar porque un sitio sea bello: hay que hacerlo para que siga siéndolo. Quizá deberíamos comenzar a comprender que el progreso se alcanza solamente cuando todo nuestro patrimonio, natural o cultural, permanece a resguardo y no sucumbe a intereses económicos o lealtades políticas. Plantearse con anticipación y de modo integral hacia dónde se desea crecer probablemente constituya una mejora para que el verdadero progreso se torne realidad. Tal vez así puedan evitarse los profundos desencantos que generan los proyectos sustentados en la engañosa identificación del progreso con un mal necesario o inevitable.
El autor es director ejecutivo de la fundación Naturaleza para el Futuro
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