El verdadero origen de la deuda
El endeudamiento y la inflación son hijos directos del “magnicidio” económico y social cometido por el kirchnerismo, que hipotecó el futuro del país al incrementar de modo suicida la estructura de las erogaciones públicas
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No se puede entender el presente ni la crisis de la deuda externa sin analizar tres procesos decisivos acontecidos en este siglo: el megaajuste que realizó Duhalde luego de la crisis de 2001/2002; la década de oro de los precios de las materias primas, que coincidió con el acceso del kirchnerismo al poder, y el fenomenal despilfarro que hizo el referido kirchnerismo de los activos públicos, fundamentalmente en el tramo final de sus 12 años de gobierno.
El ajuste de la administración Duhalde fue el más severo que padeció la Argentina en toda su existencia, ejecutado con displicencia y en exceso, significó una brutal pérdida patrimonial y de ingresos para absolutamente todos los sectores de la sociedad. El único gran beneficiado con esa masacre social resultó el Estado, que recompuso con gran margen sus cuentas fiscales. Ese ajuste dejó la mesa servida a la gestión de Néstor Kirchner –que sucedió a Duhalde–, quien se benefició además del salto productivo del sector agropecuario y de las grandes inversiones en infraestructura acontecidos en los años 90. Eso le permitió luego brindar servicios a tarifas congeladas al liberar al consumo recursos que correspondían a amortizaciones y deudas de los concesionarios de servicios, que fueron birlados en sus derechos.
Para colmo, apenas llegó Kirchner al poder fue bendecido con el ciclo económico más favorable para América Latina del que se tenga conocimiento, a raíz de la suba estrepitosa de los precios de las materias primas, consecuencia de la irrupción de China en el comercio mundial. Para la Argentina significó mayor producción a precios excepcionales. Esa bonanza resultó un hecho transformador para la región, donde todos los países tuvieron un avance cualitativo en lo social al sacar de la pobreza a vastos sectores de sus sociedades y llevarlos a la clase media. Eso implicó una nueva estructura social, económica y empresarial en esos países.
En la Argentina se dio un boom de consumo, pero en un clima de hostigamiento al capital y la inversión –y por ende al empleo–, tuvo en consecuencia un efecto involutivo en la estructura social, que se refleja en los índices de pobreza. Se otorgaron beneficios basados en una situación circunstancial –los precios excepcionales– que fue imposible luego sostener. Esto nos lleva al tercer elemento para comprender los padecimientos del presente, que consistió en el descomunal e irracional despilfarro que hizo el kirchnerismo de los activos públicos, fundamentalmente en la segunda mitad de sus 12 años administrando el país, que transcurrieron entre 2003 y 2015.
El núcleo de ese proceso consistió en haber inflado de manera insensata la estructura de egresos fijos del Estado, ahogando al sector productivo con una abrumadora carga tributaria, necesaria para ayudar a sostener esta nueva ecuación fiscal. El kirchnerismo cometió un verdadero magnicidio económico y social que hipotecó el futuro del país al haber incrementado de manera absurda y suicida la estructura de las erogaciones públicas. Amerita ese calificativo porque condenó a millones de argentinos a la pobreza, postró al país en el atraso y lo deja en un umbral de incertidumbre de cara al futuro como sociedad viable, salvo que este nefasto modelo que fabrica pobres y expulsa argentinos pueda revertirse a uno de inversión y empleo.
Tanto la deuda como la inflación son hijas directas de ese magnicidio. Y la deuda del macrismo es un eslabón más –descalificable por cierto– de las consecuencias de ese magnicidio. La dilapidación de recursos no se expresó solamente en el aumento del gasto público, sino que estuvo acompañada de una inducción consumista a toda la sociedad. En lugar de potenciar la inversión y el empleo como hicieron los otros países (donde el gasto social fue la consecuencia) en la Argentina todos los resortes del poder se enfocaron en estimular solo el consumo, sin percatarse de que el mero consumo sin empleo no es un antídoto a la pobreza, sino más bien un condicionante. Los “planes” se financian con impuestos que pagan los empleadores, en cambio el salario –que también es consumo– aporta a las arcas públicas. Por tanto, y a diferencia de aquellos países que lograron mejoras sustanciales en la reducción de la pobreza, la Argentina exhibe alarmantemente su incremento. Los resultados saltan a la vista y deberían matar falsos relatos.
Por eso, cuando el kirchnerismo resignó el poder en 2015, le entregó al gobierno de Macri una situación explosiva: un nivel de gasto público infinanciable de manera genuina y un nivel de consumo social insostenible. Y en simultáneo azuzó a la sociedad a resistir y oponerse a cualquier intento ajustador del nuevo gobierno: “les van a devaluar”, “les van a subir las tarifas”, arengaba. Estando en minoría en ambas cámaras del Congreso, eso condicionó a la administración de Macri a llevar a cabo un tenue ajuste fiscal y suplir las necesidades de fondos con deuda externa. En este punto conviene aclarar que más allá del respeto a las instituciones y algunas valiosas iniciativas en reducción de impuestos y desregulaciones que apuntaban en la dirección correcta, la gestión económica del macrismo es indefendible. Continuó aumentando las erogaciones estatales y engrosando la ya vastísima pléyade de “enganchados” al erario público nacional.
En esos contextos, financiar gastos corrientes con deuda externa es algo altamente riesgoso. Y pasó lo que tenía que suceder, algo que acontece cíclicamente: cambian las corrientes del flujo financiero internacional y se cierran los mercados de crédito hacia los países vulnerables –categoría que le cabe en mérito a la República Argentina– y el país se quedó sin fondos para afrontar sus deudas de corto plazo y las abultadas expensas del sector público. El único que acude en esos casos es el FMI, que presta a tasas bajas donde nadie lo hace, pero impone sus condiciones. A la Argentina le exigió corregir sus cuentas fiscales, llámese subir tarifas y comprimir el gasto estatal, lo que implicó una caída del consumo global y la consabida pérdida de las elecciones de 2019.
Si bien la recurrencia al Fondo puede haber sido una decisión cuestionable –no había entonces muchas alternativas– no resulta para nada ese el meollo de la crisis financiera argentina. La médula del problema argentino es la bomba que infló el kirchnerismo y que el actual gobierno de Alberto Fernández irresponsablemente pretende ignorar al punto de continuar insuflándola. Quizás el gran error de Macri fue no haber “sincerado” al inicio de su gestión la catastrófica situación que heredó –un déficit fiscal explosivo– y no haber permitido que la realidad ajustara todo lo que hubiera debido ajustar y asumir el costo político de esa operación –al final de cuentas, al ajuste de Duhalde la sociedad lo atribuyó a la herencia menemista–.
¿Por qué no lo hizo? Porque daba por sentado que la misma militancia que instigó los saqueos y los disturbios que en 2001 tumbaron a De la Rúa, más la que descargó toneladas de piedras en el Congreso cuando se trató la reforma jubilatoria de 2018 –por si acaso no fuera la misma–, se habría encargado de truncar su mandato apenas comenzar. Es un milagro que el país sobreviva con este panorama. Ocurre que, en paralelo, hay una Argentina pujante y productiva que no claudica, que si le sacaran la “pata de elefante” de encima haría explotar el país al desarrollo y la modernización.