El ventenio kirchnerista
Hace 20 años asumía la presidencia Néstor Kirchner. Las consecuencias de aquel evento democráticamente decidido por los argentinos están hoy a la vista, pero el balance del ventenio kirchnerista está sujeto a interpretación.
Aunque los acólitos del culto K sigan sosteniendo que Néstor asumió con un país incendiado, la realidad es inversa a esa autopercepción. Los datos son sagrados: después del ajustazo de Duhalde, todos los índices de mayo 2003 eran excepcionales. La economía crecía al 7,7% interanual, la inflación era del 3,7%; la presión tributaria, del 21,7%; el gasto público, menor al 30%; el tipo de cambio (148), cercano al récord histórico; había doble superávit gemelos: fiscal (+2.9%), primario (+4,8%), energético (us$4.384 millones) y comercial (us$6.223 millones). Con las jubilaciones y los salarios licuados a un tercio y una ciudadanía dispuesta a aceptarlo todo con tal de no volver a los patacones, para mayo de 2003 la Argentina era una Ferrari que el viento de cola depositó en una autopista de cinco carriles: en 5 años, el mayor boom de los commodities de la historia mundial llevó de 84 a 166 el índice de precios de nuestras exportaciones y duplicó nuestros ingresos.
Pocas cosas expresan mejor el fracaso del ventenio K que los índices económicos actuales, unánimemente peores que los de 2001, cuando con la excusa del hambre el peronismo derrocó a un mal presidente constitucional para poner otro, golpista y peor. En aquel diciembre ensangrentado por el manual peronista de saqueos y desestabilización, la soja valía 160 dólares y la pobreza era del 38,3%; hoy, con la soja sobre los 500 dólares, la pobreza supera el 42%. No había inflación en 2001 pero hoy es superior al 120% a pesar de las tarifas congeladas y el cepo; la deuda apenas superaba el 50% del PBI, hoy es el doble; la presión tributaria era del 23%, hoy es el doble; el saldo comercial era superavitario por 6.223 millones de dólares con la soja a us$189 mientras que hoy se ha vuelto deficitario con la soja a us$500.
No. Tampoco es cierto que la debacle haya empezado por la radicalización de Cristina después de la 125, como sostienen quienes ya preparan el advenimiento del enésimo peronista moderado, republicano y encantador. El deterioro empezó con el peronísimo Néstor Kirchner en el poder. Para 2008, los datos macroeconómicos ya mostraban un deterioro acentuado. El superávit primario había bajado de 4,8% a 0,4%; el energético, de us$5.680 a us$2.971 millones y el comercial, de us$16.661 a us$12.557 millones. Todo, a pesar del milagro del yuyito, que había volado de 250 a 637 dólares la tonelada. Peor; sin necesidad ninguna, Néstor resucitó la inflación, llevándola de 3,7% a 22,9%. ¡La sextuplicó en 5 años!, un récord que casi repite la hazaña de Perón, que la decuplicó, llevándola de 3% en 1944 a 31% en 1949.
Si me concentro en el aspecto económico es porque la debacle del modelo lo ha convertido en el tema en discusión. Pero la catástrofe del ventenio kirchnerista ha sido general, perfectamente reflejada por el hecho de que mientras teníamos la mejor oportunidad de nuestra historia caímos del 34º puesto del ranking de Desarrollo Humano (PNUD-ONU) al 47º de 2021. En educación, institucionalidad, transparencia, justicia, infraestructura, relaciones internacionales, estado de derecho, seguridad jurídica, cultura, ciencia, tecnología, emprendedurismo, civilidad, cultura del trabajo, capital humano y todos los índices no económicos estamos mucho peor que en 2003. Para no hablar del alineamiento con las peores autocracias del planeta, de la fuga masiva de jóvenes preparados y empresas innovadoras, ni de esa invasión del ámbito privado que registramos con el nombre de “grieta”, generada por quienes se creen representantes únicos del pueblo y de la patria y sueñan con reducir al resto de los argentinos a extranjeros en su propio país.
Si algo define al kirchnerismo como peronismo es su modus operandi económico: la construcción insustentable de días felices que termina por generar una economía obligada ajustarse por acción del gobierno o inflación. Inexorablemente, los días más felices terminan en los días más infelices. En cinco años, el primer Perón pasó de una inflación menor al 2%, el Banco Central abarrotado de oro y el boom de commodities de la posguerra al 31% de inflación y el primer default en 60 años. El segundo peronismo desperdició el segundo boom de precios internacionales y pasó de los días felices de Gelbard a los infelices del Rodrigazo, el más salvaje de los ajustes socioeconómicos de nuestra historia. Siguió Menem, que careciendo de vientos de cola recurrió a la venta de empresas estatales y al financiamiento barato post caída del Muro de Berlín. A los días más felices de su primera presidencia les siguieron los infelices de la segunda, el pasaje de la bomba de tiempo a De la Rúa, el estallido de la convertibilidad y el segundo mayor ajuste socioeconómico de nuestra historia, el de Duhalde-Remes Lenicov. Y en 2003 comenzó el ventenio kirchnerista que se desploma hoy, cuya trayectoria descendente se resume así: crecimiento anual promedio del 8,8% durante la presidencia de Néstor; del 3,6%, durante CristinaI; del 0,4% durante CristinaII, y del 0,7% fundiendo motor en el que, si no estalla, terminará Alberto su annus horribilis de 2023.
Es el peronismo, compañeros. Es el inexplicable apoyo que, a pesar de los fracasos, los argentinos le han dado hasta hoy. Los días más felices peronistas se han transformado en el inagotable día de la marmota argento. Por la mañana, los argentinos votan al peronismo. No importa si de derecha, de izquierda, de arriba, de abajo, o si viene del más allá, peronistas somos todos. Aprovechando las oportunidades y liquidando stocks, el peronismo crea días felices. Asado al mediodía. Y cuando por la tarde todo empieza a desmoronarse, cuando el peronismo menemista y su convertibilidad o el peronismo kirchnerista y su “modelo de acumulación de matriz diversificada con inclusión social” flaquean y la tormenta perfecta se cierne en el horizonte, los argentinos dejan de votar al peronismo y le pasan el fierro caliente a la oposición. De noche. Recelando y sin convicción. De manera que los De la Rúa y los Macri de la situación tengan que manejar a oscuras una sociedad harta de sí misma y una economía detonada con minoría en las cámaras, gobernadores hostiles, CGT y movimientos piqueteros listos para el linchamiento y un club del helicóptero ansioso por volver.
Y que se arreglen, por gorilas. Que restituyan los equilibrios macroeconómicos, bajen el gasto fiscal, ajusten las tarifas, unifiquen el mercado de cambios, otorguen libre acceso al dólar y disminuyan los impuestos al mismo tiempo que suben los salarios y las jubilaciones y bajan la inflación. En cuatro años. O mejor, en dos; no sea que les pase como a De la Rúa. Porque para eso te voté y porque, si gobiernan los muchachos, los argentinos comemos polenta pero, como dijo para la posteridad Alfredo Casero, cuando no gobierna el peronismo, los argentinos queremos flan.
Si no queremos repetirlo, sería bueno recordar –este año en que se vota– cómo funciona nuestro eterno día de la marmota. Sería bueno que recordáramos que la debilidad parlamentaria y los titubeos de De la Rúa fueron determinantes para el estallido de la crisis; que el “que se vayan todos” no terminó en una clase política renovada sino en el ventenio de los Kirchner, lo peor de la casta anterior; y que Néstor llegó a la Presidencia con el 22,25% de los votos mientras Carrió y López Murphy sumaban 30,42%. Consecuencias inevitables de la falta de coraje político, de la irresponsabilidad antisistema y de la división del voto opositor.
Nada será fácil pero todo es posible todavía. Lo que nadie sabe es hasta cuándo estará abierta esta opción.