El valor de la crítica en la victoria
Las opiniones están para ser debatidas, confrontadas y discutidas, no para hostigar a quien las enuncia; ¿seremos capaces de construir una conversación pública civilizada?
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Una crítica a la conducta de Messi después del dramático partido ante Países Bajos ha desatado una ola de enojo y descalificaciones en las redes sociales, donde algunos políticos, economistas, periodistas y legiones de “militantes” anónimos se han expresado con énfasis indignado. El episodio invita al debate y nos enfrenta al espejo de nuestro propio comportamiento.
La crítica fue formulada en una columna de este diario y aludía a una reacción que podrá analizarse desde aristas tan diversas como complejas. ¿Se podría haber dicho lo mismo de otra manera? Por supuesto. ¿Se podrían haber subrayado otros aspectos? Desde luego. Los que practicamos el oficio de escribir, siempre quisiéramos tener la oportunidad de ajustar y recalibrar nuestros textos después de publicados. Pero las opiniones están para ser debatidas, confrontadas y discutidas, no para hostigar al que las enuncia.
El episodio quizá pueda ser aprovechado para reflexionar sobre la calidad del debate público argentino, donde la discrepancia se tiende a penalizar con virulencia. Hay un valor que debe ser destacado frente a la lluvia ácida que cayó sobre esa opinión. Es el del coraje de asumir la incómoda posición de plantear con honestidad intelectual una postura disidente, contraria a la corriente y alejada de la manada. En toda sociedad plural, esas voces que pueden sonar disonantes y extemporáneas tienen la virtud de desafiar al pensamiento uniforme. Contribuyen, además, a romper esa peligrosa unanimidad colectiva que suele activarse alrededor de cierta idea patriotera y nacionalista que cada tanto emerge en las sociedades.
Es fácil ser crítico cuando se pierde. Las victorias no invitan a revisar conductas. De ahí el valor que tiene esa opinión.
Messi es el capitán de la selección argentina y un deportista de elite con una larga experiencia. Que su conducta esté sometida al análisis y la crítica periodística no solo es natural, sino también imprescindible. ¿O cuestionar algún aspecto del ídolo rompe el código del exitismo? Su reacción del viernes pasado, cuando se burló de los rivales e increpó a uno llamándolo “bobo”, puede tener, seguramente, distintas interpretaciones. Hay atenuantes de peso, porque los adversarios habían sido provocadores y agresivos. Lo temperamental y sanguíneo es un factor inherente al deporte y a la vida. El desahogo después de una tensión y una presión extrema es parte de la dimensión humana. Pero es evidente que esa reacción visceral fue tan inhabitual en él como desproporcionada y carente de mesura. Esa carencia no es un rasgo que desentone con el resto de la Argentina y, por supuesto, de muchos otros países. Las escenas controvertidas que se vieron en Qatar parecen de un cuerpo diplomático comparadas con los gestos y modales que se habían visto unos días antes en el Congreso de la Nación.
Muchas veces, el “instante fatal”, la reacción instintiva, suelen manchar injustamente una trayectoria moldeada con talento y disciplina. Algo de esto le ocurrió este año a Will Smith en la entrega de los Oscar: el cachetazo frente a la provocación. Sería injusto, pero además arbitrario, que un rapto inapropiado manche la conducta deportiva de Messi, cuya trayectoria siempre transitó alejada de las estridencias y el exceso. En la semifinal ante Croacia volvió a ser un caballero, hasta magnánimo –incluso– en la hora del triunfo.
Pero lo que tal vez valga la pena no sea centrar tanto la mirada en Messi sino en nosotros mismos. ¿Comprendemos o celebramos el exabrupto? La reacción frente a la crítica se ubicó, en muchos casos, del lado de la exaltación. ¿No ha habido una presión social para que Messi se vuelva más pendenciero? ¿No se le exigió que se asimilara, de algún modo, a los rasgos más controvertidos de la “argentinidad maradoniana”? ¿No se lo acusaba de “pecho frío” y se le exigía ser más “guapo”? Si hubo algo de eso, habla más de nosotros que de Messi.
La opinión crítica apuntaba a marcar una advertencia en este sentido. Y tal vez a poner en discusión un concepto que en la Argentina está muy desdibujado: el de las responsabilidades extraordinarias de los que ocupan posiciones extraordinarias. ¿Se debe medir a Messi con una vara más alta que al resto de los mortales? Definitivamente sí. Cuando se ejerce la responsabilidad de representar a un país, se asumen obligaciones mayores que las del ciudadano medio. Más todavía, cuando se encarna una personalidad paradigmática. Es una noción elemental, que aquí, sin embargo, no solo parece extraviada sino además trastocada. Hemos escuchado muchas veces al Presidente justificar sus comportamientos bajo la coartada de que actúa como un “hombre común”. Los roles extraordinarios implican responsabilidades y obligaciones extraordinarias. “¿Cómo hubieras actuado vos?”, se ha preguntado en estos días, con cierta condescendencia demagógica, para justificar al capitán argentino. Los “simples mortales” hubiéramos reaccionado –probablemente– igual que Messi. ¿Puede Messi reaccionar como nosotros? Es una pregunta que simboliza, de algún modo, nuestras ideas sobre la responsabilidad y la obligación. Simboliza también nuestra relación con las nociones de ejemplaridad y de exigencia.
“Como Presidente, no tengo más derechos que un ciudadano común, pero tampoco menos”, ha sentenciado con ínfulas categóricas el profesor Alberto Fernández. En una frase sintetiza una profunda confusión. Los presidentes, en muchos aspectos, no tienen el derecho a actuar y comportarse como simples ciudadanos. Su palabra y sus acciones tienen otro peso. Lo mismo que los jueces, que deberían exhibir una virtud mayor a la del promedio. En eso consiste la investidura, que de algún modo se asimila a un corset. Salvando las distancias, vestir la camiseta argentina es también ejercer una investidura.
Tenemos derecho a exigir ejemplaridad. Y, sin descuidar los equilibrios ni dejar de computar atenuantes y matices, esa exigencia es parte del papel que debe jugar el periodismo, aun cuando resulte incómodo y navegue contra el clima dominante. Frente al poder (y la selección y la AFA son parte de ese sistema), es mejor excederse en la crítica que en la adulación y la obsecuencia. Es mejor pasar por intransigente que por aplaudidor. Es mejor subrayar el cuestionamiento que no atreverse ni siquiera a preguntar. Cuando el hincha, el admirador o el militante se esconden bajo el ropaje de periodistas lo que producen son cartas de amor o actos de propaganda. Por supuesto que la crítica debe ser razonable, ponderada, en lo posible ecuánime. Nunca se debe dejar de destacar lo que está bien e incluso exaltar, sobre todo en el deporte, genialidades y proezas.
El buen periodismo debe ofrecer, además, diversidad y pluralismo. En las mismas páginas donde Messi fue criticado, también fue calificado de “héroe”; en el mismo texto donde se reprochó su conducta se habló de su talento excepcional; los mismos periodistas que hoy se arriesgan a plantear reparos, lo defendían cuando los vientos mayoritarios lo acusaban de “no sentir la camiseta”. Incomodar es parte de esa riqueza y de ese valor de lo plural. En la diversidad está, precisamente, el equilibrio.
Las opiniones están para ser discutidas, no suprimidas. ¿Seremos capaces de construir una conversación pública civilizada, en la que los disensos sean tolerados y los argumentos les ganen a los agravios? Frente a una crítica al capitán de la selección argentina, las redes han vuelto a mostrar que canalizan más emoción que razonamiento. En ellas conviven lo valioso con lo banal y lo constructivo con lo violento. Pero a veces parecen funcionar como un tribunal de inquisición que arroja a la hoguera al que tiene la osadía de disentir y promueve la cancelación. “Las redes”, sin embargo, no son una abstracción. Son un espejo que nos refleja a nosotros. ¿No deberíamos atrevernos a discutir este rasgo de autoritarismo social? ¿No deberíamos rebelarnos ante la pretensión implícita de instaurar el pensamiento único?