El valor de la rebeldía
Cuando Berlín fue dividido en dos mundos, uno capitalista y otro comunista, sin duda hubo héroes de ambos lados que lucharon por su libertad y derecho a elegir. Al margen de esa digna minoría, en el espacio comunista se fue desarrollando un sistema de obediencias y lealtades y –con el tiempo– un aparato de delación que fue marcando a aquellos que se animaban a disentir. Por eso mismo, los intelectuales del mundo fueron lentamente tomando distancia de la dictadura soviética y del nefasto José Stalin.
He viajado varias veces a Cuba y soy respetuoso de su experiencia socialista, al mismo tiempo que me resulta insoportable la desmesura de su aparato estatal, la rigidez burocrática de su partido y le eternidad de Fidel Castro. Uno toma conciencia de que no soportaría vivir en las condiciones que impone ese sistema. Cuando escucho a aquellos que utilizan el conflicto con los Estados Unidos para justificar las limitaciones y los condicionamientos a la libertad, siento que se está traicionando todo intento de revolución.
¿Cómo olvidar a los defensores de Stalin, el asesinato de Trotsky y la caída de un sistema donde la burocracia se apoderaba de las vidas y libertades a cambio de la promesa de una justa distribución de la riqueza? Como si la única salida posible de la justicia fuera el camino de la dictadura. La caída del Muro de Berlín no estaba en nuestras predicciones de futuro: fue el resultado opuesto al pronóstico de un cientificismo apoyado en escritos y dogmas que culminó en un sistema más injusto y sangriento que el que intentaban superar.
Pertenezco a una generación a la que le dolió, y mucho, el fracaso del socialismo, primero el de la enorme Unión Soviética y luego el cubano, en el que, más allá del personalismo desmesurado y la burocracia partidaria, la voluntad de justicia distributiva es todavía una asignatura pendiente. Hay ejemplos en democracias nórdicas que fueron capaces de combinar libertad con justicia, sin necesidad de usar el bloqueo imperial para justificar un personalismo semejante a las peores monarquías.
El peronismo tuvo su tentación de imitar a la revolución cubana. Ese fue un punto fuerte de la controversia con John William Cooke. Perón aclaró que el ejemplo de una isla no servía para países continentales. Pero nuestra izquierda festiva, esa que dice que Perón era de derechas y que se arroga la representación de la revolución, sigue soñando con una dictadura del proletariado y apoya a Fidel Castro con más vocación de burócratas permanentes que de combatientes por la justicia.
Defender a Cuba y criticar a Perón genera un espacio de izquierda conocido. Siempre recuerdo a un viejo peronista casi analfabeto al que, en un bar de Constitución, se le acercó un militante de izquierda universitario y lo interrogó: "Godoy, ¿sabés quién es el compañero Mao?" Y aquel obrero le respondió sin dudar: "Si, claro, es el Perón de los chinos". La genial respuesta me dejó pensando si algún universitario chino andaría educando compatriotas para convertirlos en peronistas.
Nada tengo que ver con el imperialismo ni soy un enamorado de los Estados Unidos, pero me resulta triste sostener una concepción cuya pobreza se justifica desde el odio. La historia suele darle la razón al que propone y ejecuta, y no a su detractor. Esa y no otra es la explicación de por qué el antiperonismo nunca pudo superar al peronismo. Algunas supuestas izquierdas, que son tan duras en las críticas como impotentes en la acción, de puro desagradecidas sobreviven cobijadas bajo el partido fundado por aquel a quien se niegan a respetar. Algunos intelectuales se sienten vanguardia iluminada, cuando sólo ocupan el lugar de parásitos del pueblo al que imaginan esclarecer.
Cuba no soporta la rebeldía, esa expresión de dignidad del que piensa distinto y no está dispuesto a hacer silencio a cambio de proteger sus necesidades. Recuerdo nuestros primeros viajes a la isla con compañeros que volvían en silencio, con el dolor de sentir la agonía de una ilusión. Y con la certeza de asumir que ninguno de nosotros hubiera aceptado vivir en esas condiciones, no sólo por lo material, que apenas alcanzaba a cubrir el nivel de la necesidad, sino por esa falta de libertad que reducía al ámbito de lo privado todo lo que implicaba una crítica al régimen. Un oscuro mundo de prebendas se instalaba en un espacio donde la delación impedía la crítica.
Ser de derechas es imaginar que el sistema del gran país del Norte impone el rumbo al resto de la humanidad. Es creer que el éxito de los esforzados se corresponde con la miseria de los que no lo son. Que la ambición es el único motor de la historia. Y ser de izquierda antes era esperar el avance en el mundo del comunismo, que cayó aplastado por un muro de sectarismo y alcahuetería, de burocracias y partido único. Nuestro humilde peronismo imaginó el ABC (con la Argentina, Brasil y Chile), un antecedente del mercado común al que hoy nos integramos. La tercera posición sigue siendo un espacio más que digno en medio de la crisis que hoy tiene Occidente y ayer llevó a la caída del comunismo. Nada más vigente que no sentirse "ni yanqui ni marxista".
Cada tanto, sin embargo, vuelve la moda del sectarismo, y nos vienen con el cuento de que criticar es instalarse en el espacio enemigo, es hacerle el juego a la derecha, a la oligarquía o al odio que ellos inventen y que nosotros estamos obligados a aceptar sin beneficio de inventario, como si una cúpula oficialista se sintiera con derecho a imponernos los límites de nuestro pensamiento. Como si aquellos funcionarios que no se atreven a opinar tuvieran derecho a imponernos su consecuente temor a pensar.
Hubo tiempos en los que la violencia llevó a la clandestinidad y ésta a la obediencia militar: el riesgo de la vida obligaba a acallar el lugar de la crítica. Fue así como se instalaron el error y la justificación ideológica del error, y así una concepción elitista y burocrática los llevó a entregar miles de vidas sin siquiera amenazar con seriedad a su enemigo.
Perón nos instaba a los peronistas a no ser "ni sectarios ni excluyentes"; una cosa es proponerse conducir al conjunto de la sociedad y otra muy distinta imaginarse superiores, tratar de derrotar a los que piensan distinto y desvalorizar con etiquetas de enemigos a los que no aplauden.
Los movimientos surgen con el pensamiento y el compromiso de los rebeldes, de todos aquellos que desde el llano enfrentan la injusticia. Pueden convertirse en gobierno y aportar sus ideas para mejorar a su pueblo, y también agotarse cuando la burocracia se asusta ante la duda y, por miedo a asumir la propia, se dedica a perseguir la ajena. El peronismo tuvo vigencia al contener todas las expresiones que generó la sociedad; izquierdas y derechas necesitaron instalarse en su seno para crecer y cayeron en el olvido cuando abandonaron su espacio.
Necesitamos consolidar la democracia, el camino a respetar la riqueza del que piensa y opina distinto, la conciencia de que todo cargo debe ser pasajero, que sólo la alternancia de partidos y personas nos puede consolidar como sociedad estable.
Y salir del personalismo, de esa exagerada dependencia del pensamiento y de la opinión de un elegido que nos quita a todos el derecho y la obligación de aportar para generar la diversidad.
No está mal que muchos dependan de la opinión y la palabra de la señora Presidenta. Lo insoportable es que nos quieran exigir, a los que no lo sentimos así, que nos amoldemos a esa mirada. El peronismo tuvo vigencia por ser capaz de contener y conducir en su seno distintas visiones del movimiento nacional. La actual dependencia de la opinión de la señora Presidenta da por terminado ese ciclo. Y la política exige hoy creación y participación para su desarrollo.
Necesitamos ponerle pasión a la cordura, a fin de derrotar la cuota de demencia que nos amenaza. Es buen momento para hacerlo.
Vuelvo a reiterar una frase de Albert Camus: "Debería existir el partido de los que no están seguros de tener razón. Sería el mío".
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El autor, politólogo, ex dirigente peronista, fue responsable del Comfer