El único balance que importa: respiración y rostros
Muchas personas odian los balances de fin de año y les sobran los motivos. Hay una pandemia de coaches de purpurina impostando la voz para sobreactuar frases de sobrecito de azúcar. En los últimos cinco días del año quieren jugar a arreglar los desbarajustes de los 360 días anteriores. No funciona.
La maduración humana pasa por ciclos diferentes: la niñez, la pre-adolescencia, la adolescencia, la juventud y la adultez (con todas sus subetapas). Esta maduración, junto con la naturaleza en general, tiene sus ciclos.
Desde tiempos antiguos esos ciclos guiaron el storytelling de nuestra vida en la tierra: la siembra y la cosecha organizaban la vida de las sociedades primitivas y premodernas. Nosotros, como seres sumergidos entre rascacielos y smartphones, perdimos esa cercanía con los ciclos del universo. No es una crítica a la transformación tecnológica sino una evidencia de que internamente estamos escindidos de cierta dinámica de lluvias y vientos que hoy solo consultamos desde el celular para ver qué ropa nos ponemos.
Nos hemos alejado de aquello a lo que no controlamos, porque, en efecto, no controlamos la primavera ni esa convención llamada Fin de año. Acontece. Nos excede.
Nadie consigue que su hijo demore menos de nueve meses en gestarse. ChatGPT no nos ayuda en esos recovecos de la existencia. Impacientes seriales hay ciclos a los que no les conseguimos acelerar la velocidad como lo hacemos con los audios de WhatsApp.
Cada vez más alejados de la naturaleza, los ciclos naturales parecen no rozar mucho nuestras vidas. Sin embargo, silenciosa, allí está la ecografía de los tres meses, la fruta de estación y la belleza de los días más largos en el verano. Corren por detrás, en el sistema operativo de la sabiduría estelar. Esos lentos e inmanejables ciclos son el telón de fondo de nuestras furibundas vidas.
La meditación, tan antigua y tan de moda, no es otra cosa que la invitación a registrar que estamos en ese ciclo pequeñito de inhalaciones que nos llenan de vida y de exhalaciones que se llevan lo que ya no nos sirve. Todo el tiempo nuestro cuerpo está haciendo un balance pulmonar de fin de año, tomando lo que lo nutre y deshaciéndose de lo que lo destruye.
Era enero de 2016 y mi mujer estaba en la camilla de parto. Mi hijo salió de su vientre, cortaron el cordón y estaba azul. No respiraba. Mi esposa, que además es médica, le empezó a suplicar entre sollozos: “¡Mateo llorá, por favor, llorá!”.
El médico lo tenía en sus brazos y el silencio era ensordecedor. Luego de un minuto que duró siglos, Mateo estalló en llanto. Al oírlo, desbordada, su madre rompió en lágrimas.
Ya no los unía el cordón umbilical sino el aire. Una danza de respiraciones acompasadas entre madre e hijo.
Los adultos vivimos pariéndonos, vivimos pujando por la vida. Para pujar y dar a luz es importante respirar bien y para respirar bien hay que escuchar el ritmo de las contracciones, de los dolores y de las alegrías. La música de la vida tiene un tempo. Hay que aprender a atenderlo.
Quizás por eso algunas personas odian los balances, porque suenan a inauténticos cuando se exteriorizan gatillados por esa convención que es el calendario. Es un tanto artificial que lleguemos al 20 de diciembre y, de repente, comencemos a usar una palabra que olvidaremos el 3 de enero. Además, esto suele poner al relato interno en una tensión exitista en la que dividimos a nuestra existencia en logros y fracasos. Un hachazo no siempre justo, ni tampoco motivador.
Quizás se trate de respirar. Respirar es vital, parece lo más simple y automático del mundo, pero aprender a respirar es un arte que nunca se acaba. En la desconexión con ese acto reflejo radican muchas de nuestras respuestas al contexto.
¿Cómo respiré este 2023? Muchos vivimos con apneas vitales, olvidamos respirar en muchos momentos. Otros, ansiosos, hiperventilamos y no paramos de oxigenar al punto de hacer desmayar nuestro centro. Otros, dejamos que las acciones de los demás nos manejen la respiración y nos dicten el humor que tenemos.
La respiración es una desgracia de la que no conseguimos deshacernos. Nos delata el alma. No nos permite camuflar lo que nos pasa. Ella está ahí, transparente, mostrando lo que sentimos. Con la respiración viene la emoción.
En todo este ciclo natural que dicta el calendario, hay una verdad rotunda e incontrastable: nuestra respiración es finita y el sentido de nuestros latidos se concretizan en un puñado de rostros a los que abrazamos y amamos. Rostros que nos constituyen, que nos quitan la respiración, que nos la cortan, que nos la excitan y nos la devuelven.
A veces, como a la respiración, a esos rostros los damos por obvios porque están allí, a la mano, cada día. Pero es importante ponerlos en valor.
¿Qué rostros me sacan el aliento y cuáles me ayudan a respirar mejor? ¿Quiénes en mi día a día me oxigenan a fuerza de carcajadas y quiénes son un agujero negro que me chupa hacia el vacío?
Respiración y rostros son nuestra encantadora encrucijada. En ese cruce dramático y hermoso se juega buena parte de nuestra felicidad. Fue lo que tozudos, de modo incansable, dormidos o despiertos, hicimos usted y yo para atravesar este 2023.
Ojalá estemos más atentos a cuidar de esos rostros concretos que nos constituyen y nos transforman. Acá vamos, querido 2024, respirando más hondo y más despacio.
Filósofo y PhD, coach ejecutivo y experto en storytelling