El último viaje de Héctor Rolotti
Acababa de despertarme y un flash informativo que llegó por el celular me hizo saltar de la cama: en la India había desaparecido Héctor Rolotti , el dueño de la cadena de restaurantes Novecento. A él, gran deportista, muy buen nadador, se lo habían tragado las furiosas aguas del Ganges, al que se arrojó, junto con otros, para rescatar a una mujer que era arrastrada por la corriente. Como se sabe, la historia terminó mal: el río, ese río sagrado al que Héctor había ido en peregrinación junto con su mujer y varios amigos, devolvió su cuerpo seis días después.
Conocí a este cordobés de 47 años, padre de tres hijos, hace unos 10 años en el Novecento de la avenida Brickell, en Miami. Era una noche de abril. Se sentó a la mesa en la que comíamos un grupo de argentinos y sólo supe que era el dueño del restaurante cuando ya se había levantado. El dato no me cerró. Ese tipo casi tímido, que se arrimó a nosotros como pidiendo permiso y al rato se fue, no daba el physique du rol. No copó la conversación, no agitaba los brazos para llamar a los mozos, hablaba bajito, no se daba lustre; en fin, el dueño parecía un cliente más, irrelevante.
Como siempre, Novecento bullía de glamour aquella noche, con Nadal sentado a una mesa, Federer a otra, Nalbandian con sus amigos -por esos días se jugaba el torneo de tenis de Key Biscayne-, modelos, empresarios y hasta un curita joven y pintón al que la televisión había convertido en celebridad (enseguida, la televisión y la celebridad se tragarían al curita). El menos glamoroso de todos parecía Rolotti, que, después de empezar con un cafecito en el Soho neoyorquino con apenas 25 años, en 1991, se había convertido en un exitosísimo empresario gastronómico. El café derivó en Novecento, con locales allí y en Miami, Buenos Aires, Córdoba y Punta del Este.
Desde aquella primera vez, no recuerdo haber ido nunca a Miami sin pasar por ese restaurante de comida básicamente argentina -empanadas, milanesas, lomo-, que se llena de argentinos y cuyo dueño argentino tenía una virtud poco argentina: el perfil bajo, la humildad, la discreción.
Ciertamente, no eran sus únicos atributos. Lo fui conociendo y me encontré con un tipo súper profesional, emprendedor, siempre atento a que todo estuviese en su lugar; era "un empecinado en hacer bien las cosas" y en "la búsqueda permanente de los equilibrios", lo definió uno de sus colaboradores. Audaz pero no temerario, laburador, creativo. Cultor de la buena onda. Gran amigo de sus amigos. Y un marido y padre al que lo hacía más feliz el calor de su casa que los frutos del árbol prohibido que podía encontrar cada noche en sus propios locales. Si algo no le falta a la carta del Novecento de Brickell son buenos tragos en su legendaria barra, buenas mujeres, música, estrellas y estrellados.
Héctor murió salvando a una mujer mientras pasaba unos días de meditación, de búsqueda interior. Días antes había llamado a un amigo en Alemania para contarle lo feliz que estaba: por fin había logrado arreglar todo para hacer ese viaje a la India que tanto anhelaba. El viaje soñado. El último viaje.
Pienso que fue uno de esos argentinos que en distintos lugares del mundo trascienden y enaltecen a su país simplemente haciendo muy bien su trabajo, con seriedad y responsabilidad. En la cumbre de esa galería están hoy Francisco, Máxima y Messi.
La mujer, los hijos y los amigos de Héctor acaban de homenajearlo arrojando al mar, en una playa de Miami, velas flotantes. Hubo palabras y alguien sacó una guitarra.
Familia, amigos, rumor de mar y de serena tertulia. Así se despide a Héctor Rolotti.