El último viaje de Damiana
Alicia Dujovne Ortiz para LA NACION
PARIS
LA fotografía muestra a una jovencita desnuda, de rostro agradable pero enfermizo y expresión desconfiada, que esconde el brazo izquierdo detrás de la espalda mientras contiene el impulso de cubrirse con el derecho. No se requiere demasiada perspicacia para darse cuenta de que esta criatura tensa y alerta es víctima de un maltrato. Al leer unas notas firmadas por la antropóloga Patricia Arenas y por Fernando Miguel Pepe, este último coordinador del Grupo Universitario de Investigación en Antropología Social (Guias), enviadas por un amigo de La Plata, junto con la fotografía, supe que mi intuición había sido justa. Más tarde, la antropóloga Arenas, actual directora del Instituto de Arqueología de la Universidad Nacional de Tucumán, a la que entrevisté en su calidad de descubridora de esta terrible historia, me dijo que, tanto ella como Fernando Miguel Pepe y sus colegas habían tenido idéntica impresión: el fotógrafo y el verdugo de esta chica era una sola y misma persona.
Faltaba averiguar quién era. Fue una investigación que ellos desarrollaron con absoluto rigor, pero también con una rabia apasionada, indispensable, a mis ojos, para captar la medida de semejante verdad. He aquí la historia tal como Pepe y Arenas, entre otros, han logrado desentrañarla.
En 1896, un colono de Samoa, en el Chaco paraguayo, encontró los restos de uno de sus caballos y no dudó un instante: los culpables eran los indios achés, malamente llamados guayaquis por las tribus enemigas. Junto con un pequeño ejército de paraguayos blancos, el colono atacó el campamento de los indios.
Cuando éstos se dispersaron, en el claro de la selva yacían tres cadáveres (dos hombres y una mujer). Junto a éstos lloraba una nenita de dos años. Como era el día de San Damián, le pusieron Damiana. Un antropólogo holandés, Herman Ten Kate, fotografió a la nena y recogió, algo más tarde, los huesos de su madre, no para darles sepultura sino para estudiarlos con el desapasionamiento característico de su especialidad, en una época en que los criterios raciales servían para justificar la expansión colonial.
Tiempo después, Damiana fue enviada a San Vicente para servir en casa de la madre del filósofo y psiquiatra Alejandro Korn. El Museo de Antropología de La Plata quedaba a un paso. Fundado por el perito Moreno -gran coleccionista de huesos indígenas que "alojó" en el sombrío edificio rodeado por un bosque a decenas de mapuches o de tehuelches, muchos de ellos conocidos caciques que murieron allí (en la actualidad el museo aún posee 11.000 huesos entre esqueletos)-, ese museo se había vuelto un vivero de antropólogos alemanes. El más conocido se llamó Robert Lehmann-Nitsche. Era amigo de Korn y de Ten Kate y gran investigador de nuestros mitos y de nuestras canciones folklóricas, en especial las picarescas, lo que sotto voce le valió el apodo de "el erotólogo".
Sabemos por su diario privado que Lehmann-Nitsche sometió a la niña a prolijos estudios antropométricos, basados en el modelo de una chica alemana de su misma edad. Patricia Arenas piensa que la tomó de conejillo de Indias desde muy pequeñita.
Si su intención era probar la superioridad de la raza blanca con esas mediciones, la niñez de Damiana no le dio el gusto: la indiecita no alcanzaba la altura física de una Gretchen, pero hablaba corrientemente el castellano y el alemán, y su inteligencia se desarrollaba con una normalidad casi apabullante.
Todo se vino abajo durante la adolescencia de Damiana. A los catorce o quince años, la criadita dócil, aunque con súbitos arranques de rebeldía, no tuvo mejor idea que la de enamorarse. Desaparecía de la casa durante días enteros, invitaba al novio a su propio cuarto y, cuando la familia horrorizada le puso en la puerta un perro guardián, ella no vaciló en envenenarlo. ¿Qué cabía pensar? La decretaron loca y la internaron en el hospital psiquiátrico Melchor Romero, dirigido por Alejandro Korn. De allí procede la fotografía donde la chiquilina intenta en vano retraerse a la mirada del hombre de ciencia. ¿Era antropológicamente indispensable fotografiarla desnuda? "La libido sexual se manifestó en ella de una manera tan alarmante -escribió Lehmann-Nitsche- que toda educación y todo castigo de parte de la familia fueron inútiles. Ella se consagraba a la satisfacción de sus deseos con la espontaneidad instintiva de un ser ingenuo." En todo caso, nadie, por mucho que la hubieran observado con lupa, se dio cuenta de que Damiana estaba enferma desde chica.
Meses después de su internación en el Melchor Romero, murió de una "tisis galopante" que ninguno de esos doctores supo prever.
Lehmann-Nitsche se llevó su cadáver al museo, lo descarnó como siempre se hacía (la carne no se estudia, sólo el hueso), y apuntó escrupulosamente las proporciones de su cráneo, de sus extremidades y de su tercer dedo. La doctora Silvia Ametrano, directora del museo, me mostró la página en la que el científico anotó con su esmero habitual: "Entra Damiana". Se refería a su despojo, es claro. A continuación ordenó que le serrucharan la cabeza, se enojó porque le hicieron el corte muy abajo y la envió a la Sociedad Antropológica de Berlín, donde su amigo Hans Virchow le hizo estudios de musculatura facial y de disección cerebral y donde todavía hoy se encuentra expuesta con un cartel que reza: "Cráneo de una india guayaqui de frente y de perfil".
Aché significa "las personas, los que hablan". En la actualidad, los 1400 sobrevivientes de años de persecuciones, durante los cuales se los cazó como a bestias salvajes, se los privó de su selva natal y se los volvió esclavos, han creado una cooperativa avícola, se dedican a la preservación del medio ambiente, rescatan del olvido sus rituales y su religión (cada aché tiene un animal totémico que lo protege) y? exigen la restitución de los restos de Damiana.
El delegado de su asociación, Linaje (Liga Nativa por la Autonomía, la Justicia y la Etica), se llama Emiliano Mbejyvagi. Un investigador francés de origen bereber, Philippe Edeb Piragi, ha sido adoptado por una familia aché y vive junto con ellos. Aconsejo vivamente a los lectores buscar la página de Linaje en Internet: si me sentí convulsionada ante la foto de la muchachita analizada en un laboratorio, no menos profundamente me conmoví ante las imágenes de esas mujeres de rostros dulces y largas cabelleras con el flequillo recortado, que acunan a un bichito desconocido, minúsculo y trompudo, y de esos chicos que escuchan extasiados el relato de un viejo aché.
Durante su estada en el Amazonas, Claude Lévy-Strauss, que acaba de morir a los cien años de edad, comprendió que cada pueblo del planeta ha estructurado su propia cultura, dotada de la lógica necesaria para la comprensión del mundo. Dentro de esa lógica, en la que todo ser humano puede reconocerse, Damiana, que seguramente en su lengua tuvo otro nombre, menos irreverente y aberrante que el del santo en cuyo día se quedó huérfana, no puede continuar en un museo. Su pueblo quiere honrarla con sus antiguas ceremonias y enterrarla a su modo. Tiene derecho. Hasta que eso no suceda, los achés no conocerán la paz. Me gustaría poder decir que nadie la conocerá mientras Damiana no haya vuelto a su casa.
Dentro de pocos días, el Museo de Antropología de La Plata, sensible ante un pedido que se inscribe dentro de un amplio movimiento de reconocimiento de la dignidad de los pueblos originarios, devolverá los restos de Damiana. El trámite no es fácil, puesto que incluye el logro de una documentación capaz de permitir que un cajoncito con huesos cruce la frontera, pero el último viaje de la niña martirizada podrá hacerse realidad alrededor de abril. Es un gesto que la Argentina y Alemania deben a los achés. Por el momento, la única que está dispuesta a cumplir con ese imperativo moral es la Argentina.
Cabe felicitarse por su actitud civilizada, agradecer a los antropólogos de nuestro país que han apoyado un reclamo tan digno de respeto, y desear que las prolijidades burocráticas no prolonguen la tortura de alguien que con las científicas ya padeció bastante. © LA NACION