El último sorteo de dos valientes
Los oficiales Manuel Prudán y Domingo Millán dieron su vida en un acto de compañerismo heroico en tiempos de la independencia sudamericana y sus nombres son evocados en la cartografía porteña
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Yo era muy chiquito y no vivía en Buenos Aires, pero los registros señalan que sus nombres supieron cruzarse durante décadas en una esquina de San Cristóbal. El capitán Domingo Alejo Millán y el teniente Manuel Silvestre Prudán, que murieron juntos en Perú en un acto de coraje, recibieron en su honor sendas calles en el mencionado barrio porteño.
A comienzos de los ‘80, la construcción de la autopista 25 de mayo se llevaría para siempre el nombre de Millán. Y estos días, en los que no soy más chiquito y sí vivo en Buenos Aires, a veces camino por las cuadras que homenajean a Prudán y se me ocurre pensar que, quizás, vale la pena contar el trágico final de estos dos héroes.
Tanto el uno como el otro oficial habían conocido los fulgores de las batallas por la independencia sudamericana y también la oscuridad de los calabozos realistas. Prudán, nacido en Buenos Aires, en 1800, acompañó al ejército del norte deManuel Belgrano y cayó prisionero, en Vilcapugio, en 1814. Millán, tucumano, clase 1797, se desempeñó con audacia en los combates de Tucumán y Salta, participó de la campaña al Alto Perú y, en Venta y Media fue tomado prisionero, aunque lo liberaron poco después y se unió al Ejército de los Andes rumbo a Perú.
En 1821, ambos se encontrarán en Callao. Prudán estaba prisionero en la fortaleza de esa ciudad peruana, entonces en manos de los realistas. El otro oficial, en tanto, formaría parte de las tropas del General San Martín que, en septiembre de ese año liberaron de las garras ibéricas ese importante enclave.
La libertad de Callao del yugo español fue muy festejada, pero las cosas se pondrían dicíciles poco después. Para inicios de 1824, los soldados y suboficiales patriotas llevaban meses sin cobrar y pasaban hambre. El conflicto era tan crítico que varios se sublevaron. Se apoderaron del fuerte y apresaron a los jefes y oficiales de su propio ejército. Era la noche del 5 de febrero de 1824 y la rebelión permitió el regreso del enemigo: Callao volvió a caer ante los realistas.
Unos 160 integrantes del Ejército de los Andes que no se habían plegado a la sublevación fueron encerrados en las casamatas del fuerte, hasta que se decidió trasladarlos a un presidio a orillas del lago Titicaca. En el largo viaje, que arrancó el 8 de marzo de 1824, los reclusos caminaban bajo custodia de partidas realistas y de amotinados, ahora en alianza. Pero, más allá del ojo atento del enemigo, dos de los oficiales apresados decidieron fugarse. Se trataba del mayor Juan Ramón Estomba y el capitán Pedro José Luna.
Tras varios días de marcha, ambos aprovecharon la distracción de los guardias para, en un recodo, deslizarse sigilosamente por fuera del sendero y perderse en la espesura de los montes. Millán y Prudán, conocedores de los planes de sus camaradas, rápidamente se colocaron en sus lugares en la fila para que no se notara su ausencia.
Pero al día siguiente, la ausencia se nota. Y el general realista Monet, loco de furia, decide ejecutar a dos prisioneros a cambio del par que se le había escapado. Para elegir a los condenados propone un sorteo. En un paraje próximo a Matucana, en el morrión de un sargento español, se depositan muchos papeles blancos y tan solo dos negros. Los destinados a quienes van a morir.
En medio de este macabro juego de azar, un oficial se niega a sacar su papelito y comienza a gritar que aparezcan los que ayudaron a los fugados. “Yo soy uno”, se escucha una voz salir de entre el grupo de oficiales. “Yo soy el otro”, lo acompaña un segundo. De más está decir que se trata de Prudán y Millán.
Los dos valientes fueron fusilados el 22 de marzo de 1824. No quisieron ser vendados. Millán pidió vestir su uniforme con las medallas obtenidas. Justo antes de la descarga, gritó: “Compañeros, la venganza les encargo”. Prudán rompió su silencio en un grito final: “Viva la patria”.
Si bien ambos guerreros no comparten ya una esquina de San Cristóbal, Millán tiene una plazoleta en Villa Urquiza. Juntos o separados, a su modo, la ciudad los evoca.