El último legado de Oliver Sacks
Gran narrador de casos clínicos, el médico inglés, fallecido en 2015, vuelve con un libro póstumo en que habla de sus pasiones
Pasaron cincuenta años desde que un médico inglés, tímido y algo excéntrico, decidió darles L Dopa –una droga que provocó despertares– a pacientes mucho tiempo aletargados en un hospital del Bronx (Nueva York). Y ya más de tres años desde que ese médico murió. En el medio, Oliver Sacks (1933-2015) se transformó en un escritor fascinante, heredero del Freud más inspirado y materialista, y a su vez creador de una corriente que vuelve a poner las historias (no solo neurológicas) de las personas al frente antes que a sus meros síntomas, como si ese abordaje fuera algo más que un parche para la solución integral. Su virtud –una de ellas– fue simular concentrar su obra en la neurología y, a la vez y como por descuido, iluminar la condición humana dentro de un universo por momentos inteligible.
Muestra de su amplitud de registro es El río de la conciencia, el último libro que Sacks pudo supervisar antes de morir en agosto de 2015 –acaba de publicarse en español por Anagrama– y que consta de diez artículos no fechados (apenas se indica en su breve prefacio que algunos de los textos habían sido publicados en The New York Review of Books). Además, pronto, desde el 23 de abril estará disponible en inglés otro libro titulado Everything in It’s Place ("Todo en su lugar", con el curioso subtítulo de "Primeros amores y últimos relatos"). Se anuncia como "la colección final de ensayos" sobre los temas que más lo apasionaron, desde las esperables demencias, esquizofrenias y el mal de Alzheimer hasta la natación (que practicó cada día durante temporadas enteras) y los helechos. Su devoción botánica motivó, justamente, uno de sus libros menos medicinales pero de igual alto vuelto: Diario de Oaxaca (2002), donde convierte el recorrido de un grupo de fascinados plantólogos de Nueva York por ese estado mexicano en un tour fascinante, incluso para quienes practican la más estelar indiferencia hacia todo lo que sea verde y no venga en una fuente de ensaladas.
La referencia a Freud del inicio no es vana: en El río de la conciencia hay un capítulo ("El otro camino: Freud como neurólogo") en el que Sacks lo reivindica como neurólogo más que como analista y fundador del psicoanálisis, una estirpe de pensamiento que tiene, por cierto, sus querellas con la ciencia. Destaca sobre todo sus aportes como clínico de "tremenda capacidad narrativa", que le daba importancia a los estudios clínicos detallados en su época del Hospital General de Viena (1882-1885), donde Freud trató a un niño que murió de una hemorragia cerebral asociada al escorbuto (carencia de vitamina C), un aprendiz de panadero de dieciocho años con neuritis y un hombre de treinta y seis con una dolencia de médula espinal infrecuente que lo hacía incapaz de percibir el dolor y la temperatura. De leerlo con suspicacia borgeana casi se diría que busca adoptarlo con sutileza como su precursor.
Otro héroe científico mencionado por Sacks es Darwin, pero no con la acostumbrada referencia a la teoría de la evolución sino por la menos esperable devoción por las plantas que cultivaba su predecesor, inglés como él. Sacks dice que el Darwin botánico está naturalmente oscurecido por esa larga argumentación que es Sobre el origen de las especies, el libro con el que logró la proeza de meter toda la biología (de un virus a los humanos, pasando por, digamos, los dinosaurios) en una misma bolsa; pero ese olvido de una parte del corpus darwiniano es algo que extrañamente sucede –se queja Sacks– incluso con los expertos en Darwin, que obvian seis libros y más de setenta artículos sobre el tema, como si fuera un pasatiempo y no algo esencial. Sacks data biográficamente esta doble reivindicación personal de las plantas al contar que su madre le explicó que las magnolias eran de las más antiguas entre las que tenían flores y que habían aparecido cien millones de años atrás, cuando insectos como las abejas no habían evolucionado, de manera que necesitaron de otro insecto más antiguo (el escarabajo) para la polinización. "La posibilidad de un mundo sin abejas ni mariposas, sin aroma ni color, me dejó sobrecogido", recuerda. Y remata: "La teoría de la evolución nos proporciona a muchos una sensación de sentido y satisfacción profundos que nunca habíamos encontrado en el plan divino".
Siendo tan lúcido como era para los demás, Sacks no dejó de ser también paciente de sí mismo, ya sea como consumidor de estupefacientes o como persona que no logra reconocer las caras de compañeros de trabajo o de amigos de toda la vida (síndrome llamado prosopagnosia). Sus propias migrañas están detrás de su primer libro, justamente titulado Migraña (o La jaqueca, según una vieja traducción). En El río de la conciencia además cuenta que se estaba quedando sordo en los últimos años y llevaba un cuaderno rojo donde anotaba esas confusiones como oyente. "En una página anoto (en rojo) lo que oigo, y en la opuesta (en verde) lo que se ha dicho realmente, y (en morado) la reacción de la gente ante mis lapsus auditivos, y las hipótesis a menudo descabelladas que se me ocurren en un intento de darle sentido a lo que a menudo básicamente no lo tiene", escribe.
Pero lo que en cualquier autobiografía podría ser apenas un motivo para reír por los errores (cartas del tarot en lugar de pterópodos; cáncer en lugar del matemático Cantor), o para lamentar el paso del tiempo y las deficiencias sensoriales que trae aparejado, en Sacks es motivo para la teoría. Por un lado, descarta que para todos haya interpretación freudiana (intencionalidad en el error); y por otro, enfatiza las relaciones creativas que se generan en el error, lo que a su vez pone de manifiesto intereses, experiencias y expectativas.
Sacks, el hombre que lo desconocía todo de la cultura popular después de 1955 ("¿Qué es Michael Jackson?", preguntó cuando le contaron de la muerte del cantante), ni computadora (escribía con una pluma), que estuvo 35 años sin tener sexo (desde el día en que cumplió 40), le preguntaba a su última pareja, el fotógrafo y escritor Bill Hayes, si en verdad no parecía un ser de otro siglo. "Claro que sí", le respondía Hayes (a su vez autor de Insomniac City. New York, Oliver and Me sobre su década con el gran médico). Sacks, el hombre que salió triste y rechazado de su casa paterna tras contar de su homosexualidad, que vivió en la costa californiana y en sus tiempos libres se calzaba el cuero para irse con su moto por las carreteras norteamericanas, antes de viajar a la otra costa y redescubrirse, dejó una obra inmensa. Su legado no solo proviene en la forma de ensayos reunidos u otros olvidados en cajones, sino también en la recuperación de la medicina como narración más que como conjunto molecular de síntomas. Es decir, como una manera de volver a lo individual de los individuos, como entidad única antes que como conjunto de órganos que enferman motu proprio; más todavía si se trata de neurología.
Como explican algunos de sus mejores intérpretes (en la Argentina, el cardiólogo Daniel Flichtentrei, el oncólogo Ernesto Gil Deza), ese afán narrativo de Sacks no implica obviar los datos orgánicos, ni la parafernalia tecnológica cuando resulta útil, sino ponerla en un contexto y utilizarla de manera inteligente, no ciega ni automáticamente. "Si curábamos su migraña, también curábamos su creatividad matemática y, teniendo en cuenta la extraña economía de su cuerpo y su mente, decidió conservar ambas", analizó respecto de un investigador jaquecoso.
De ahí, también, su rechazo a los hoy hiperpresentes Manuales diagnósticos y estadísticos de los trastornos mentales, conocidos como DSM. Se pierden riqueza y detalles así como su franqueza metodológica. "En su lugar –afirma– encontramos escasas notas que no ofrecen una imagen real del paciente o su mundo, sino que lo reducen, a él y a su enfermedad, a una lista de criterios diagnósticos mayores y menores". El famoso reduccionismo.
Sacks propició esa filosofía y práctica de la medicina sin querer jamás pontificar, sino –apenas– exhibir su ejemplo. El resto es, en su caso, literatura.