El último golpista
Murió Jorge Rafael Videla. Fue la cabeza más visible de un genocidio que identificará por siempre la historia más negra del país. Falleció en la cárcel, en soledad, condenado por violación de derechos humanos probados por la Justicia. Esto puede conformar a quienes creen que, finalmente, hubo justicia y que terminó sus días como debía hacerlo, preso. Y quiso el destino que su fin llegara el mismo año en que el país festejará los 30 años de democracia interrumpida.
Pero también hubiera sido importante para la vida institucional-democrática de la Argentina que Jorge Rafael Videla, quien encabezó el último golpe de Estado -con el apoyo de las FF.AA., importantes sectores de la sociedad y del empresariado, además de sindicalistas y dirigentes políticos de todos los partidos-hubiese sido enjuiciado por el origen de todos los males, el delito que abrió las puertas al horror: sublevarse en armas como jefe del Ejército Argentino contra el Estado de Derecho violando la Constitución Nacional y cercenando los más elementales derechos ciudadanos. Ese delito fue la llave maestra que habilitó el uso del aparato del Estado para cometer todos los excesos y violaciones.
La camarilla cívico-militar se sublevó contra el orden legal democrático que estaba vigente y cometió sedición, tal como lo dice el artículo 29 de la Constitución Nacional: "Toda fuerza armada o reunión de personas que se atribuya los derechos del pueblo y peticione a nombre de éste, comete delito de sedición". Y sedición significa: "Rebelión, levantamiento contra la autoridad". Luego, el concepto se reforzó con la reforma de la Constitución, en 1994, que en su artículo 36 sostiene: "Esta Constitución mantendrá su imperio aun cuando se interrumpiere su observancia por actos de fuerza contra el orden institucional y el sistema democrático. Estos actos serán insanablemente nulos. Sus autores serán pasibles de la sanción prevista en el artículo 29, inhabilitados a perpetuidad para ocupar cargos públicos y excluidos de los beneficios del indulto y la conmutación de penas [?]".
La ausencia de una condena a Videla por sus acciones como golpista es el último eslabón de una historia que está marcada por la impunidad de quienes se sublevaron contra la Constitución Nacional. Como sociedad deberíamos reflexionar acerca de por qué, desde el primer golpe de Estado que realizó el general Félix Uriburu en 1930, hasta el último, en 1976, ninguna de esas asonadas fue juzgada acorde con el Estado de Derecho que rige la vida democrática. Todos los golpes, sin excepción, fueron legitimados en los hechos por ausencia de condena judicial. Ninguno de los rebeldes, militares o civiles, tuvo que enfrentar tribunales para rendir cuentas por la sedición cometida y por sus consecuencias. No se conocen funcionarios, legisladores y fiscales que hayan iniciado en estos más de 80 años acciones penales concretas contra los responsables de las asonadas. Y esto es, si dudas, uno de los orígenes de todas las debilidades y los males que, como un lastre, arrastran todavía hoy las instituciones de la república. Porque los golpes fueron y son, usando palabras de especial significación en estos tiempos, pura violencia y terrorismo institucional que ha dejado secuelas culturales profundas: se afectó la base de la credibilidad social sustentada en el concepto de la igualdad ante la ley. De esta manera, lo ilegal, el quebrantamiento de la ley suprema de la Nación, termina siendo aceptado por el conjunto de la sociedad como un destino inevitable, que se reconoce bajo la figura de "gobierno de facto". Y deja como secuela subliminal la idea de que el éxito en la Argentina se puede conseguir violando las normas vigentes.
¿Cuántos males y muertes se hubiesen evitado de haberse enjuiciado y encarcelado en tiempo y forma a la cúpula golpista del 1930? Seguro hubiésemos evitado las sucesivas y posteriores irrupciones del orden constitucional. Podría parecer un tema a destiempo plantear hoy el error histórico de no haber juzgado a los golpistas frente a la barbarie de las desapariciones, asesinatos y ocultamiento de los cuerpos de la última dictadura. Pero el terrorismo de Estado, y sus ejecutores, hubiese agravado su condición como tal si sus acciones se hubieran encuadrado bajo el rótulo de acciones de absoluta ilegalidad. De esa forma se hubiera podido condenar a los protagonistas como delincuentes sediciosos que se sublevaron contra el sistema democrático vigente, a pesar de sus limitaciones y defectos, violando garantías y derechos esenciales del conjunto de la sociedad. Y se habrían derrumbado todos los argumentos jurídicos elaborados por las defensas de los últimos dictadores al no haber lugar para "excepcionalidad" alguna frente al delito de sedición.
Más allá de lo simbólico que fue el retiro de su cuadro del Colegio Militar, Videla quedará en la historia -al igual que el resto de los que encabezaron la ruptura del orden constitucional- como genocida y golpista, pero de esto último, jurídicamente nunca será responsable. En estos días fue definido y despedido como ex presidente de la Nación. Una afrenta.
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