El triunfo de Fernández, el fracaso de América Latina
WASHINGTON
Tal vez, a estas alturas, el presidente Alberto Fernández y el mexicano Andrés Manuel López Obrador presuman satisfechos de haberle arruinado a Joe Biden su Cumbre de las Américas en Los Ángeles. Como ambos se dicen tan antiimperialistas, imagino que ese sería su propósito. Su satisfacción, sin embargo, va acompañada en este caso de la amargura de todo un continente, que ha fracasado colectivamente en esta oportunidad única de ganar relevancia internacional, avanzar en la solución de problemas crónicos y abrir una nueva etapa de colaboración entre iguales con Estados Unidos.
La Cumbre de Los Ángeles se presentaba como una gran ocasión para el resurgimiento después de más de dos años de pandemia que han provocado perturbaciones económicas y sociales en todos los países. Era, además, un buen momento para diseñar propuestas conjuntas de cara a nuevos males que ya están afectando a todos, como la escasez alimentaria, la inflación y la amenaza de una recesión. Contaba para ello América Latina con el mejor aliado posible en Washington, un demócrata de pies a cabeza que no ha dudado en revertir la política racista y nacionalista de su antecesor.
Pese a todo eso, quienes están acostumbrados en América Latina a priorizar la demagogia, la ideología y la propaganda sobre el diálogo, la cooperación y la búsqueda de soluciones han preferido hacer fracasar la Cumbre para que, de esa manera, triunfe su fanatismo. López Obrador empezó a sabotear la cumbre mucho antes de su comienzo con su amenaza de ausentarse si no se invitaba a las tres dictaduras de la región: Cuba, Venezuela y Nicaragua. Fernández utilizó después en su discurso esas ausencias para disparar un discurso descortés, que molestó visiblemente al anfitrión y abortó cualquier posibilidad de crear el necesario clima de confianza para avanzar en el encuentro.
Curiosamente, Fernández habló de integración entre las naciones del continente. “América Latina y el Caribe saben de la necesidad de la integración como una condición básica para lograr el desarrollo”, dijo, sin reparar en el detalle de que la verdadera integración, la que sirve a los intereses reales de los ciudadanos, solo puede darse entre países democráticos. La Unión Europea, que es el único modelo de integración en el que América Latina puede fijarse, nació como una sociedad de Estados democráticos, que se fue extendiendo a otros Estados vecinos en la medida en que cada uno de ellos asumía la democracia como modelo político y era capaz de garantizar la libertad de sus ciudadanos. La otra integración, la que pretende sumar a la causa latinoamericana a regímenes totalitarios y criminales con sus propios pueblos, como son Cuba, Venezuela y Nicaragua, es solo una farsa que sirve para justificar las fechorías de los políticos.
La defensa de esas tres dictaduras y del señalamiento público a Biden por haberse negado a invitarlas monopolizó todo el interés de la cumbre e impidió progresar en otros asuntos. La reunión se cerró con un modesto acuerdo migratorio, claramente insuficiente para impedir que el saldo final fuera el de un fracaso. Un fracaso para Biden, que ha salido escaldado de este intento y difícilmente se volverá a involucrar en la región. Y, sobre todo, un fracaso para América Latina, que continúa su proceso de africanización para convertirse en un continente intratable afectado por problemas insolubles.
Puede mencionarse también como explicación del fracaso el débil liderazgo actual de Estados Unidos, que no fue siquiera capaz de garantizar la presencia de pequeños países centroamericanos sin apenas vías autónomas de subsistencia. Puede incluso entenderse un cierto escepticismo de algunos países latinoamericanos sobre las verdaderas intenciones de Washington y las posibilidades reales de que los norteamericanos sean capaces de sustituir o mejorar la cooperación que ahora mismo prestan China y Rusia en muchas áreas.
Nada de esto justifica, sin embargo, la actitud manifiestamente boicoteadora por parte de los dos principales países hispanohablantes del continente, la Argentina y México. Ambos son conscientes de que, sin ellos, el éxito en Los Ángeles era imposible. Ambos cargan, por tanto, con la responsabilidad principal por su fracaso. Una actitud más colaboradora, que hubiera permitido dar algunos pasos para el remedio de problemas acuciantes y que hubiera facilitado un éxito diplomático para Biden, permitiría ahora al menos alumbrar esperanzas de un futuro algo más prometedor junto a la única potencia mundial que comparte intereses legítimos en América Latina, Estados Unidos. Hasta Bolsonaro pareció entenderlo así y renunció a su demagogia tradicional a cambio de un encuentro con Biden. Pero no Fernández ni López Obrador, que prefirieron seguir con Maduro y Ortega.
Ignoro si habrá otras oportunidades en el futuro, pero lo dudo. Antes de Los Ángeles, Biden era poco partidario de este tipo de cumbres, y nunca fue un gran creyente en las relaciones con América Latina. Se le criticaba hasta ahora haber dedicado pocos esfuerzos y recursos hacia la región, que ha quedado, dentro de su administración, en manos de figuras de menor nivel. Sería lógico que, tras la experiencia de esta cumbre, el presidente norteamericano se ratifique en sus prejuicios anteriores o, incluso, reduzca aún más el interés por sus vecinos del sur.
Por lo demás, pocas buenas noticias se esperan procedentes de esa área. En unos días, Colombia se sumará a la lista de países que caen en manos del populismo. Y pronto Brasil cambiará de acera en la carretera que conduce a ese mismo destino. Las elites escapan como pueden y otros sueñan con hacerlo apenas cuenten con los medios suficientes. Pero, para los que se quedan, para los que no tienen más remedio que quedarse, el fracaso de la Cumbre de las Américas es un motivo más de frustración y dolor. Por mucho que Fernández y López Obrador se dieran el gustazo de molestar a los gringos.
Exdirector de El País de Madrid