El triple crimen que comete la corrupción
Cuando, en los años 90, las denuncias de corrupción comenzaron a ser materia de crónica cotidiana, el entonces presidente Menem declaró la "guerra a la corrupción". Elaboró así un cuidadoso decálogo de medidas muy efectistas y se comprometió a que, diariamente, realizaría un monitoreo personal del progreso logrado en esa lucha. Creó, además, la Oficina Nacional de Ética Pública (lejano antecedente de la actual Oficina Anticorrupción) y anunció una "tormenta ética" para que, como solía expresar, "tronara el escarmiento"... si se probaran hechos de corrupción en su gobierno.
Ignoro si esta anunciada preocupación cotidiana de Menem llegó alguna vez a competir seriamente con el tiempo dedicado a su múltiple actividad deportiva. Lo cierto es que poco después el discurso oficial enterró definitivamente el tema, apelando al dudoso argumento de que con la privatización de empresas públicas que llevó a cabo su gobierno había desaparecido el principal foco de corrupción, calificando a la que quedaba de "residual". Se desdijo a comienzos de este año, cuando en una entrevista para la CNN afirmó: "En todos los gobiernos, salvo el mío, hubo corrupción", con lo cual desechó incluso toda pizca de posible "residuo".
Con esta afirmación también desmintió a dos conspicuos funcionarios de su gobierno. Al eterno gastronómico Luis Barrionuevo, entonces superintendente de Salud y recientemente desplazado interventor del PJ, cuyas memorables palabras todavía resuenan en un viejo video de YouTube en el que, admitiendo su condición de funcionario público, declaraba: "Tenemos que tratar de no robar por lo menos dos años en este país". Y al "multimediático" José Luis Manzano, por entonces legislador, quien dirigiéndose a sus pares durante la polémica privatización de Petroquímica Bahía Blanca lanzó -desafiante- su famoso exabrupto: "Solo tengo una cosa que decir; yo robo para la corona. ¿Les quedó claro o alguien necesita alguna explicación adicional?".
Desde entonces, lejos de ser "residual", el fenómeno de la corrupción no paró de crecer. Si nos escandalizaban las expresiones públicas de aquellos funcionarios menemistas, las revelaciones de los últimos tiempos han extinguido nuestra capacidad de asombro. Que bolsos repletos de dólares vuelen en la madrugada por encima de los muros de un convento, que el dinero de la corrupción se pese porque contarlo lleva mucho tiempo, o que durante años un obsesivo chofer registre meticulosamente en cuadernos escolares los rutinarios recorridos de los recaudadores oficiales del soborno son hechos que dejan escaso margen para futuras sorpresas.
Se dirá que la corrupción es un fenómeno tan viejo como el mundo. Es cierto. Lo trágico es que se haya incorporado a la vida cotidiana como tema tan trivial como el del estado del tiempo o el de los piquetes que habrá que evitar en la jornada. El escándalo suele ser efímero, por más que los medios se afanen por estirar su vigencia y compitan por revelar sus ribetes más indignantes. Por su parte, la Justicia (siempre con mayúscula), escudada en frondosos códigos procesales, se toma su tiempo para reunir pruebas, realizar allanamientos, cotejar testimonios y recorrer los infinitos vericuetos jurídicos e instancias de apelación para terminar condenando a unos pocos indefendibles, por lo general "perejiles".
Un aspecto menos visible del fenómeno es que entre el sensacionalismo y las "burbujas" de los escándalos se pierde de vista el hecho de que la corrupción es un ménage à trois: además del funcionario corrupto y el corruptor, hay un tercer actor involuntario, la ciudadanía, parte inescindible de la relación, que con su silencio o inacción convalida la ocurrencia y persistencia del fenómeno. La corrupción entraña la apropiación privada de un bien público, conspirando en última instancia contra el bien común de la sociedad simbolizado en el Estado. Y lo hace doblemente, porque exige mayor sacrificio fiscal para incrementar los recursos públicos de los que se nutren las prácticas corruptas y a la vez resta a la sociedad los recursos que de otro modo se habrían invertido en reducir la inequidad de un sistema social inherentemente injusto.
Así, la corrupción comete un triple crimen. Mata cuando las locomotoras no frenan, los riachuelos infestos enferman, las escuelas explotan y las salas de baile se incendian, porque unos pocos usufructuaron para sí el financiamiento que hubiera evitado estas catástrofes o hicieron la vista gorda para que la impunidad siguiera siendo la regla. La corrupción parece exacerbarse cuanto más débil es el Estado, objeto y sujeto permanente de prácticas corruptas. En épocas de economía cerrada, anida en los mecanismos de promoción industrial, control de importaciones, cepos cambiarios, concesión de privilegios fiscales, eliminación de deudas, créditos subsidiados y mil otras formas con que se consuma el ordeñe de la vaca estatal. Y en períodos de "remate" del Estado, a través de concesiones de obras y servicios, privatizaciones escandalosas y transferencias a precio vil.
La corrupción también mata las esperanzas de que el ascenso social pueda lograrse a través del esfuerzo personal y el trabajo honesto. Los argentinos asistimos atónitos al súbito enriquecimiento de ciertos personajes, inexplicable por su origen social o inserción ocupacional. Simples ciudadanos que a través de la ocasional ocupación de ciertos cargos públicos o su cercanía a diversas esferas del poder político ven modificados drásticamente su situación patrimonial y su nivel de vida, exhibidos a menudo de manera ostentosa e impúdica. Entretanto, extensos sectores se ven replegados en la escala social merced a políticas de ajuste, mayor desempleo, debilitamiento del rol benefactor del Estado o "sinceramiento" de precios y tarifas de servicios públicos. Con ello desaparece también la ilusión de que el bienestar y el progreso material dependen principalmente del esfuerzo de cada uno.
Por último, la corrupción aniquila el sentido ético de la convivencia social, socava la confianza en los gobernantes, acrecienta el escepticismo, la resignación y la indiferencia hacia la política, precisamente la llave que permitiría a los ciudadanía asumir su protagonismo natural de mandantes del Estado. Ante la impunidad, la naturalización de la corrupción aletarga el sentimiento de indignación colectiva que producen los ocasionales e inesperados episodios que reconfirman su ocurrencia una y otra vez. Y hasta genera un perverso efecto demostrativo sobre el comportamiento de muchos ciudadanos, quienes ante el "todo vale" o "el que no afana es un gil" no vacilan en cometer transgresiones "menores", al menos no comparables con las de la magnitud que refleja el gran espejo de los corruptores y corruptos mayores.
No hay un Estado corrupto ni una sociedad corrupta. Existen, de un lado, funcionarios que hablan en nombre del Estado sin representarlo en su espíritu, y del otro, empresarios, profesionales, sindicalistas y otros actores sociales dispuestos a intercambiar favores por prebendas, a conceder y obtener privilegios, a costa de desviar de sus legítimos fines a los recursos que la ciudadanía confió al Estado para promover el bienestar colectivo. ¿Serán conscientes del triple crimen que cometen?
Investigador titular de Cedes, área política y gestión pública