El tren no pasa dos veces
“Nuestro papel moneda es una verdadera deuda y, para no agrandarla, renunciamos al recurso terrible de las emisiones. Y como el crédito público es un recurso tan indispensable para el Tesoro, es menester cuidar de no comprometerlo, provocando este resultado desastroso que es la emisión de deuda pública en forma de papel moneda. No se apreciará el papel cuando no respetemos las leyes que le dan estabilidad, ni se valorizará tampoco agregando grandes cantidades a las que hay en circulación, porque es precisamente bajo la presión de esas causas que el papel se desprecia en todas partes”.
Este es un fragmento del discurso de Nicolás Avellaneda en la sesión de diputados provinciales de Tucumán, el 20 de octubre de 1866, ocho años antes de asumir, a sus 37, como presidente de la Nación Argentina. Han pasado, desde entonces, más de 156 años y todo parece indicar que todavía no hemos conseguido modificar ciertos hábitos.
La inflación es, al mismo tiempo, síntoma y termómetro. Síntoma de alteraciones en los equilibrios de la matriz de relaciones económicas de una comunidad. Y termómetro enfocado en medir en cuánto aquéllas impactan en cada una de las variables afectadas y, consecuentemente, en el deterioro de la confianza pública y del humor social. Es que el aumento continuo y generalizado de los precios de los bienes y servicios, asociado a los inevitables desajustes entre la velocidad de circulación del dinero, la magnitud de la base monetaria creciendo al ritmo del déficit fiscal, el descalce de anclas cambiarias y de la balanza comercial, el drenaje de reservas estrangulando la balanza de pagos, la pérdida del poder adquisitivo del salario y las distorsiones en las ecuaciones de rentabilidad de las empresas, terminan confabulándose para un complot que, no en pocas oportunidades, sirvió de excusa para disparar operaciones de trascendencia política controvertida. Factores críticos que presionan, en conjunto, no sólo sobre la progresiva pérdida del valor de la moneda, sino también -y fundamentalmente-, desencadenando una tensa puja intersectorial por la distribución del ingreso, en la que las teorías de la economía del comportamiento no parecen ser un dique suficiente como para desactivar un sombrío lote de amenazas. La de una eventual hiperinflación, la de la retracción de la demanda apurando un ciclo recesivo, la de la posibilidad de una estanflación o la de maniobras desesperadas para camuflar algún tipo de default o reprogramación de la deuda soberana que, como corolario del derrotero de este impuesto inflacionario -el más regresivo de todos- se convierten en procesos muy probables, en plazos no siempre predecibles con precisión pero, inevitablemente, conectados, potencialmente, con panoramas de creciente desempleo, pobreza y conflictos sociales de consecuencias imprevisibles.
La elaboración del diagnóstico -en coyunturas como éstas- suele ser tan compleja como la del imprescindible plan estratégico integral para superarlas. Especialmente porque, además del diseño minucioso de la batería de medidas que permitan recuperar el equilibrio deseado entre las variables de la economía, estructurando un programa con metas claras de precios relativos, tarifas, salarios, subsidios, déficit fiscal, estrategia cambiaria, áreas de desarrollo prioritario, planes de asistencia a sectores afectados en la transición, reformulación de políticas de educación y capacitación, manejo de la deuda pública, etc., se vuelve indispensable diagramar un cronograma criterioso que acierte con los tiempos y los responsables más oportunos para instrumentar el plan, profesionalizar la gestión, supervisar su ejecución exitosa y, sobre todo, administrar la expectativa social -durante todo el itinerario a recorrer- desde una narrativa clara, inteligente, contenedora y respetuosa de la previsible demanda de acompañamiento. Y describiendo la foto del inicio, el horizonte de objetivos y sus fundamentos, los costos a asumir durante el proceso de transformación y los tiempos que, tentativamente, habrá de requerir el desarrollo de cada una de las etapas.
Cada vez que este implacable flagelo de la inflación vuelve a darse un paseo por la república, el tamaño del desafío a superar -al mejor estilo de Sísifo- parece ser cada vez mayor, con toda su carga de frustración, saboteo del crecimiento y empobrecimiento acumulado. Enfrentarlo implica, especialmente cuando asoma la oportunidad de un recambio en la conducción del destino compartido y aun antes de avanzar con el plan estratégico de país, gestionar con talento la emocionalidad escurridiza y cambiante de un par de colectivos clave: el de los padecientes -la comunidad de ciudadanos desengañados, necesitados de volver a creer- y el de una parte importante de los políticos -repartiendo culpas y promesas, necesitados de volver al poder-. Con los primeros, llegando desde la construcción de expectativas factibles de ser concretadas -transparentando los costos asociados- y con la mira puesta en recuperar, desde la ética, la integridad y la ejemplaridad, la confianza lastimada. Con los segundos, desde plataformas competitivas que, lejos de fragmentarse en líneas internas estimuladas por poco solidarias fantasías del ego, consoliden filosofías y estrategias absolutamente integradoras de equipos únicos, comprometidos con un plan compartido y susceptibles de conquistar todo el apoyo político que demanda cualquier proceso tan complejo como el de transformar la inflación en un recuerdo. Es que cuando el respetable juego de la democracia ejercido en las elecciones primarias nos arrima, peligrosamente, a un mínimo riesgo de disputas estériles entre compañeros de equipo y, eventualmente, a una consecuente confusión o -peor aún- a una dispersión del colectivo de electores padecientes, habrá que considerar urgentemente la posibilidad de presentarse bajo una lista única, potenciando, de modo contundente, el espíritu de cuerpo integrado que le dio origen, como una manera de asegurar el proyecto que se defiende con el mayor respaldo posible. Aquél que, con seguridad, será imprescindible exhibir a la hora de impulsar las grandes transformaciones que demanda revertir este tipo de contextos inflacionarios mal administrados. Es desde esta etapa en la que se pone en juego -y se demuestra-, por un lado, la genuina pertenencia a una plataforma política consolidada, cohesionada, profesional y competitiva. Y por el otro, el ejercicio de un liderazgo tan virtuoso como generoso, capaz de capitalizar, desde el pensamiento estratégico, la oportunidad única de devolverle sentido al futuro de un país. El tren no pasa dos veces.
Consultor de dirección y planeamiento estratégico