El trasfondo ideológico en el debate sobre el lenguaje inclusivo
Es sabido que mientras el lenguaje constituye un medio de comunicación entre las personas, el idioma es la estructura básica sobre la que él opera. Ambos no pueden hallarse disociados de la cultura del pueblo al que pertenecen, debido a la ausencia de una lengua universal. Por ende, la diversidad de la estructura de un idioma y sus reglas gramaticales son siempre propias de cada país o nación.
Idioma y lenguaje conforman una amalgama que se integra con palabras provenientes del uso popular junto con reglas gramaticales y vocablos tomados de los más grandes escritores de cada lengua, tal como ocurre con el idioma español, que posee una de las instituciones de mayor prestigio mundial en materia lingüística (la RAE). Su labor se ha caracterizado por mantener la unidad de nuestra lengua común y ha contado, tras algunos desencuentros iniciales, con la colaboración permanente de las academias iberoamericanas, lo cual ha contribuido a enriquecer el idioma castellano con el aporte de términos propios de cada país.
Este proceso, en línea con la función creativa del lenguaje natural, pretende actualmente ser sustituido de cuajo por un proceso de signo contrario, de carácter estatista, basado en un lenguaje universal impuesto por los funcionarios políticos de turno. Entusiasmados con el modernismo, algunos ignoran que se pretende imponer un lenguaje inspirado en las ideas que propugna la ultraizquierda radicalizada, cuyo origen marxista y existencialista es sobradamente conocido en el campo de la ciencia y de la filosofía política.
Estamos frente a una imposición estatal, denominada lenguaje inclusivo, que deriva de la ideología de género en torno de la que se lleva a cabo uno de los debates más intensos (paradójicamente solapado) entre las diferentes concepciones ideológicas que anidan en las fuerzas políticas.
Si alguien dudase de la importancia que le asigna al lenguaje inclusivo el movimiento socialista del siglo XXI, basta con leer la Constitución venezolana, que lo ha incorporado, en forma parcial, en la redacción de algunos de sus artículos.
No obstante, ha comenzado la reacción en el mundo europeo contra la imposición por el Estado del lenguaje inclusivo en muchos países, con argumentos dispares. En Francia, por ejemplo, existe la terminante prohibición de utilizarlo en las escuelas en la inteligencia de que representa un obstáculo para la enseñanza del idioma, habida cuenta de las dificultades que plantea para la lectura y comprensión de las palabras. Una posición semejante adoptó la ministra de la Mujer de Alemania, al dictar la interdicción del lenguaje inclusivo, incluso en las comunicaciones oficiales.
En esa línea, motivada en fundamentos técnicos y sociológicos, la RAE sostuvo que el lenguaje inclusivo “complejiza la lengua como su enseñanza” y que “no contribuye a señalar la igualdad de los sexos, sino que, por el contrario, sugiere la existencia de una rivalidad y no de un encuentro fundamental y profundo entre ambos”.
Por lo demás, es fácil comprobar la absoluta dependencia del lenguaje inclusivo de la ideología de género que reconoce sus orígenes en concepciones marxistas y posmarxistas. Así, en una suerte de capas geológicas sucesivas, esta ideología acumula las teorizaciones europeas de Engels y Simone de Beauvoir con las de la escritora norteamericana Millet y la canadiense-norteamericana Firestone, para nombrar las influencias doctrinarias de mayor trascendencia y difusión en el movimiento feminista radicalizado.
En esa lucha ideológica el feminismo radical o socialista prevaleció sobre el de equidad de género y su matriz revolucionaria evolucionó hasta propiciar la identidad de género. Esta teoría, lejos de postular la defensa de la mujer, unifica su naturaleza en una diversidad de categorías basadas en la autopercepción de una identidad vacía de contenido.
Se trata de una ideología que contradice la naturaleza biológica de los seres humanos, mediante la creación artificial de una identidad autopercibida por la voluntad de cada persona. A ese absurdo se suma que una persona, incluso menor de edad, puede cambiar de identidad cuando se perciba diferente. Esto demuestra que la diversidad, al ser un concepto vacío, puede generar identidades infinitas.
Precisamente, ese es el sistema que, en nuestro país, ha seguido la ley 26.742, sancionada en 2012, la primera en el mundo en adoptar una definición de género no fundada en la clasificación biológica sexual binaria.
Y aunque no sea nuestro propósito analizar aquí la conexión entre la ideología de género y el marxismo, no se puede ignorar que el principal objetivo de la tesis de Engels consistía en desplazar las categorías sexuales (el hombre equivalía a la burguesía y la mujer, al proletariado) con el objetivo de que desapareciera la opresión que ejercía el hombre sobre la mujer. Finalmente, siguiendo su teoría, ambas categorías, al terminar la lucha entre las clases binarias, se unificarían en una sola clase. Lo que no llegó a ver Engels, quizás por las creencias vigentes en su época, fue la aparición en el futuro de identidades (como el colectivo LGBT) que pretenden diferenciarse de las categorías sexuales binarias, pero el resultado es el mismo: la ideología de género fundada en una diversidad vacía de contenido. De ese modo, se opera la deconstrucción de los sexos y se construye la figura anodina de identidad de género, que, curiosamente, nada tiene que ver con la violencia de género (art. 80 inc. 11) del Código Penal, la que constituye una figura agravada tendiente a proteger a la mujer y no a las diversas identidades de género que ley alguna ha definido. Si una persona de sexo masculino se autopercibiera como mujer o como un boxeador sexualmente neutro, será difícil que algún juez la encuadre como víctima de la violencia de género.
Nadie puede desconocer ni negar el cúmulo de injusticias y de violaciones del trato equitativo que han venido sufriendo las mujeres en diferentes épocas de la historia ni que deban corregirse esas situaciones con base en políticas justas y razonables que incentiven la igualdad de trato con los hombres, así como el respeto que las mujeres merecen en su condición de madres y de células básicas de la familia. Pero de ahí a suponer que tales injusticias, que afectan la igualdad de trato necesario en cualquier sociedad, conduzcan a la necesidad de deconstruir el concepto de la persona basado en el sexo biológico para sustituirlo por una diversidad indefinida de categorías autopercibidas por cada uno, hay una distancia muy grande.
Porque entre imponer un lenguaje inclusivo que sirva para instrumentar una absurda ideología de género y seguir las directivas lingüísticas de la RAE -como ocurre en Iberoamérica- media un abismo, y el triunfo de esta tendencia puede conducirnos a graves males susceptibles de afectar las libertades de expresión y el aprendizaje del idioma, aparte de fomentar orientaciones sexuales distintas a la clasificación binaria de los sexos que hace la ciencia biológica que jamás justifican los tratos discriminatorios que reciben de una parte de la sociedad.
En definitiva, no se debate una cuestión religiosa (aunque hace a los valores de diversas religiones), sino una política que vacía el contenido sexual de la persona humana, mediante un lenguaje que, entre otras ocurrencias burlescas, obligará a los maestros y profesores, al iniciar las clases, a saludar con fórmulas ridículas que mueven a risa y que han comenzado a utilizarse (ej. “Bievenides chiques”, “hola a todes”).
Lo diverso es siempre algo distinto, aunque no necesariamente opuesto. Resulta imposible englobar a todas las personas en categorías indefinidas que dependan exclusivamente de la autopercepción humana. Los efectos sobre el idioma jurídico no son de menor envergadura, porque la consagración del lenguaje inclusivo en los textos legales inaugurará una etapa de caos e incertidumbre de una magnitud considerable.
Presidente de la Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de Buenos Aires