El tiempo no enreda con nadie
Mi bisabuela había vivido muchos años sola en la granja de la ría gallega. América, que le había quitado primero a su marido, se había ido quedando también con sus hijos. Una tarde, Manuel, mi abuelo, tomó una determinación y, fiel a su estilo, sin dar mayores explicaciones, puso en marcha unos preparativos inusuales. Mi madre le preguntó qué pasaba.
-Me voy a España a buscar a tu abuela.
-¿Qué le pasa, qué tiene?
-Tiene casi 90 años.
Conocía a mi bisabuela por una foto ajada con un fondo de sierras y, tal vez, de mar. En persona no era muy diferente. Bajita y toda vestida de negro -desde el pañuelo que le cubría la cabeza hasta los faldones que sólo dejaban ver las puntas de sus zapatos-, se deslizaba siempre en silencio, como una película muda. Mi abuelo exhibía idéntico rasgo, que mi madre temía.
Su llegada fue un acontecimiento. Por primera vez, alguien se atrevía a desafiar a Don Manuel, que siempre imponía sus reglas. Había heredado ese carácter, se veía ahora, de la pequeña anciana a quien le bastaban cuatro palabras para dar por zanjada una cuestión. Nunca alzaba la voz y te miraba a los ojos cuando lanzaba esas réplicas que sonaban como chicotazos implacables. Mi madre me dijo una vez, luego de un altercado:
-De la abuela sacaste vos esas respuestas, insolente.
No supe de qué hablaba, pero con los años me fui enterando. En realidad, mamá la adoraba. Aunque la conoció de grande, adivinó en la anciana circunspecta una aliada sagaz y un espejo -ahora cuarteado y plomizo- en el que mirarse. Aprendió de ella, por ejemplo, la templanza, y, de nuevo, bastó tan sólo una frase.
Fue así: por algún motivo, mi madre se encontraba ese día profundamente acongojada. Luego de uno de sus estupendos aspavientos, terminó, con bella y calculada coreografía, arrojándose en una silla junto a mi bisabuela, y exclamó, melodramática:
-¡Ay, abuela, me muero, te digo que me muero!
La anciana, que a veces sonreía, la miró divertida, negó lentamente con la cabeza, le guiñó un ojo y susurró:
-No mueres, no.
Yo le tenía un poco de miedo. Supongo que por su estampa sombría y misteriosa, por su vestido de murmullos opacos, por su mirada antigua y pertinaz que nadie conseguía sostenerle.
El televisor la consternaba y al principio le resultó imposible discernir entre ficción y realidad. Inexcusablemente obscena le pareció la doble vida de un respetable padre de familia que, en otra telenovela, hacía de donjuán incorregible. Durante meses se la vio indignada, echándole vistazos llameantes al televisor.
Un día, de visita en la casa de mi abuelo, la encontré de pie, mirando el reloj que colgaba de la pared, quieta y con las manos a la espalda. Me habían dicho que en la ría no tenían electricidad y que no usaban dinero. No sabía si era cierto, pero pensé que tal vez estuviera encontrando dificultad en leer la hora. Me acerqué lentamente, me paré a su lado y fui a preguntarle por qué miraba tanto el reloj. Pero no tuve el coraje.
-Arielito -pronunció, al notar mi presencia, sin dejar de vigilar las agujas-, el tiempo no enreda con nadie.
Cada vez que veo un reloj de pared recuerdo esa frase y vuelvo a preguntarme cuántas cosas habría postergado esa mujer tallada a la vez por los hachazos de la desgracia y por la broca de las décadas. Sólo hoy, cuando tengo casi la edad que su hijo tenía entonces, empiezo a vislumbrar la apasionada atención con que los ancianos han de contemplar el paso insobornable de las horas.
Vivió sus últimos años en la casa de uno de los hermanos de mi abuelo. Una noche, después de comer, se levantó y declaró:
-Creo que ha llegado la hora de dejarles el lugar a los demás.
Ninguno entendió lo que quiso decir. Pero mi bisabuela se metió en su cama y esa madrugada supo morir en paz. Tenía 96 años.