El tictac del reloj del fin del mundo
La palabra reloj proviene del griego: oorologyon, que la enlaza con hora y horóscopo. Bella palabra, cuya sonoridad connota el sereno rigor de lo implacable. El reloj nos acompaña desde muy temprano en la historia. Encarna el deseo humano de controlar el tiempo, pero también la dureza contra la cual nada puede el mundo. Es así que, en muchas pinturas del género vanitas, que se desarrolló a lo largo de la historia del arte y especialmente en el período barroco, los objetos que señalan la futilidad de todo placer y riqueza y hasta de la altivez del conocimiento son una calavera y un reloj.
El reloj trasciende todo estatus social y burla cualquier jactancia, mal que les pese a los sofistas de la vacuidad en la que vivimos. En “Preámbulo a las instrucciones para dar cuerda al reloj” –fragmento de Historias de cronopios y de famas–, Julio Cortázar nos exhorta: “Piensa en esto: cuando te regalan un reloj (…) Te regalan –no lo saben, lo terrible es que no lo saben– un nuevo pedazo frágil y precario de ti mismo (…)”. No lo saben por ignorancia y, según Sócrates, es por ignorancia que se hace el mal. Desde el reloj de sol de los babilonios, pasando por la clepsidra egipcia, siguiendo por el hipnótico reloj de péndulo y el reloj de cucú con su encanto de bosques, el reloj fue y es un instrumento entrañable. De entre todos, el reloj de arena expresa de manera adorable el transcurrir sin prisa y sin pausa de eso que somos cada uno de nosotros: tiempo.
La más antigua representación conocida del reloj de arena es de 1338. Aparece en el mural “Alegoría del buen y el mal gobierno”, que se puede admirar en el Palacio Comunal de Siena. En esa magnífica obra de Ambrogio Lorenzetti, las virtudes cardinales acompañan al buen gobierno. Entre ellas, la Templanza sostiene en su mano un reloj de arena: su símbolo. Dice Cortázar que el reloj es una parte externa de nosotros, por lo que es válido afirmar que su evolución se condice con nuestro devenir: el reloj de pulsera, cuyo uso masivo debemos a la Primera Guerra Mundial; el reloj digital; el reloj electrónico; el reloj atómico de precisión casi perfecta. Y, desde 1947, el reloj del apocalipsis o del fin del mundo. Reloj simbólico, pero reloj al fin. Los encargados de su marcha son los científicos del Boletín de Científicos Atómicos de la Universidad de Chicago, fundado por Albert Einstein. Desde que fue ideado, el reloj no ha dejado de aparecer en la portada.
Su minutero señala no el transcurrir del tiempo, sino la distancia a la que se encuentra la humanidad de su propia medianoche: de su propia extinción. En un principio, el indicador evaluado por los científicos era el riesgo de un desastre nuclear, habida cuenta de la Segunda Guerra Mundial y su horror como trasfondo. Pero el quehacer humano fue agregando datos al horóscopo de la humanidad: el terrorismo, la catástrofe medioambiental, el cambio climático, la reanudación de la carrera armamentística. Desde 2007, estos factores comenzaron a ser sopesados por los científicos atómicos, a los que se unieron expertos ambientalistas, para decidir los movimientos de las manecillas del reloj. Desde su creación, el minutero avanzó y retrocedió varias veces de acuerdo con las acciones de los buenos o los malos gobiernos del mundo. Pero nunca estuvo tan cerca de la medianoche como hoy: a tan solo 90 segundos.
La guerra en Ucrania es el ingrediente decisivo que excede la imperdonable pérdida de vidas. Implica el riesgo de una destrucción global definitiva –Vladimir Putin suspendió la participación de Rusia en el tratado de desarme nuclear firmado con EE.UU.–. Arrastra, además, el descuido de las urgencias planetarias: calentamiento global, muerte de los océanos, derretimiento de los glaciares: efectos todos de nuestra docta ignorancia. Este conjunto de agonías decidió a los responsables a adelantar la aguja del reloj.
Pero hay más. El opio de una cultura de la estupidez: la exposición escandalosa de lo privado y el exhibicionismo y el voyerismo como propuesta de recreación. Esta es nuestra hora. Y este es el tictac del reloj del fin del mundo que nos ubica a 90 segundos de la medianoche. Y lo terrible es que no queremos saberlo.