El Telégrafo Mercantil redivivo
En abril de 2001 se cumplieron doscientos años de la aparición del Telégrafo Mercantil, primer periódico que vio la luz en la provincias del Río de la Plata y, en función de ello, dato inaugural del trayecto hasta ahora recorrido por el periodismo argentino. Hubo entonces alguna recordación pero no demasiado significativa, circunstancia explicable habida cuenta de la sólo parcial importancia que alcanzó esa hoja, como consecuencia, en primer lugar, de las limitaciones exhibidas por el editor, don Francisco Antonio Cabello y Mesa, en el desempeño de su cargo.
Finalmente, la memoración se redujo a menear un poco la peculiar y dudosa figura de ese muy secundario publicista, en tanto quedaban inhibidas las aproximaciones a la publicación misma, ante la dificultad para acceder a reproducciones facsimilares, como es lógico siempre escasas e invariablemente secuestradas por investigadores y coleccionistas. Es harto sabido que El Telégrafo Mercantil -rural, político económico, e historiográfico del Río de la Plata- no fue sino uno de los tantos casos de periodismo didactizante que, antes de la etapa revolucionaria, promovieron los representantes (en este caso, pueblerinos) del despotismo ilustrado y regalista; en ese sentido, su interés para la comprensión actual de los fenómenos a los que alude es sólo relativo, lo que no obsta que, en esas amarillentas páginas, se guarden testimonios valiosos sobre la sociabilidad colonial, recogidos justo en el momento en que la Argentina se aprestaba a nacer.
La nueva edición facsimilar de ese periódico -cuatro tomos publicados en el curso de este año por la Editorial Docencia, perteneciente a la Fundación Hernandarias, precedidos por una esclarecedora introducción de Eugenio Gómez de Mier- viene a llenar la expectativa del pequeño y siempre renovado grupo de ávidos y porfiados estudiosos, que son, al fin y al cabo, la sal de la vida intelectual que nos es consentida. De la lectura de esos volúmenes no hay que esperar, por supuesto, grandes cosas, aparte de que, en general, se trata de puntos ya de sobra comentados por varias generaciones de eruditos, lo que en nada amenguará la devoción ni el entusiasmo de quienes se acerquen con voluntad de trabajo a ese insoslayable hito de nuestro pasado.
Ante todo, lo que muestra la compilación de los 110 números y los suplementos y números extraordinarios de ese periódico desaparecido tras año y medio de andar a paso corto es la prevalencia de un conjunto de ideas y aspiraciones que definen, a la vez, con entera transparencia, la índole filantrópica del Antiguo Régimen y anticipan muchas de las características arquetípicas del remanente iluminismo y de los larvados positivismo y liberalismo que por tanto tiempo serían dueños de la vida intelectual en estas tierras.
Es, fundamentalmente, la opción por la pedagogía social, la presunción -o esperanza- de que mediante un esfuerzo razonado y sistemático de los sectores cultos y de las estructuras de poder cambiarán la naturaleza de las cosas y, sobre todo, la disposición moral de la sociedad. Pese a su nimiedad, las incoherencias de Cabello y el batiborrillo de textos ripiosos que conforman esa colección son -de manera por demás evidente y aun conmovedora- premoniciones de nuestros fantasmas esclarecidos, de Rivadavia a Juan B. Justo, pasando por Alberdi y Sarmiento.
Incautas promesas fisiocráticas, la religión como instrumento escolar, la historia como generadora de benéficos consensos, la literatura como amalgama de sentimientos y raciocinios utilitarios, la información como un medio para adaptarse a condiciones paradigmáticas y deseables, el refinamiento como reaseguro de un civismo prudente. Para resumir: esas páginas narran cómo, a la sombra de la somera corte virreinal y en medio de la polvorienta aldea recostada junto al río, asomaba la ideología sincrética que dominaría el panorama local durante siglo y medio y cuyos coletazos todavía se sienten cada tanto.
"Todo para el pueblo pero sin el pueblo", dijo algún optimista en referencia a un obvio paisaje europeo que sería difícil encontrar a este lado del océano, pero entre tanta cita compleja del Telégrafo acerca de viajes, arribos a puerto, remisiones de mercadería, correspondencia variada, pedidos de que haya suscripciones, aleccionamientos de catecismo e incipientes clasificados, lo último que cabe imaginar es algo asimilable a la áspera noción de pueblo.
Por fuerza, un historiador del periodismo argentino, tarde o temprano ha de verse en el caso de tener que reconocer que la desnuda verdad sólo aparecería muchos años después, traída de la mano por los trastornos y los resentimientos que difundieron las guerras civiles. Pero a comienzos del siglo XIX, Buenos Aires no daba para dramas sino, apenas, para una complacencia adolescente llena de abstracciones en lo sentimental y de muletillas en materia de expresión. El Telégrafo es, al respecto, algo así como una foto remota de la criatura que fuimos y que ya no existe, cuya contemplación nos llena de desasosiego y melancolía. La Argentina nonata quiso ser de una cierta manera pueril y petulante, deseo reiterado por los padres fundadores, primerizos y inexperimentados; pero todo fue distinto de lo vaticinado y nos tocó ser como somos.
En aquel entonces, Cabello se ocupaba del comercio, de la pesca, de la cría de chinchillas, de sementeras, de ganados, de frutales, de la América española extendida desde California hasta las Malvinas, de una minería que ya no iba a requerir el trabajo de esclavos: la riqueza estaba ahí, al alcance de muchos y no bien se la tuviese iba a ser repartida generosa, hasta pródigamente. Los temores antiguos se diluían y la demoníaca furia que había poseído a Francia una década atrás se estaba adaptando a los mandatos del buen sentido y del buen tono en respuesta -entre otros estímulos- al amable e insípido maquiavelismo de don Manuel Godoy, príncipe de la Paz y atento guardián de los "dos rostros divinales que conmueven: / uno de Luisa es, otro de Carlos...", según la acomodaticia imagen de Labardén, en la inicial descripción lírica de este rincón del mundo, fundador insigne, desde el humilde Telégrafo, de una tradición encomiástica que seguramente durará tanto como el nombre de nuestra patria.
Luego, en prosa, se adoctrinaba a la mitad del género humano, al menos en su porción acomodada y lectora: "El tiempo de la juventud y de la hermosura es muy corto. Pasada esa edad, vuelve a ser nada la mujer que no tuvo más mérito que su belleza. No sosteniéndola ya el frágil apoyo de alguna pasión, o el incienso de los hombres, siente cierto vacío y fastidio que la precipitan a la maledicencia o a un oscuro retiro...", pero, "por lo contrario, teniendo cultivado el entendimiento, halla recursos en sí misma: por sus talentos adquiere sobre los hombres un imperio más halagüeño que el de su belleza", se lee en uno de los tantos preámbulos a los pormenorizados alardes científicos y clasificatorios del alemán Haenk (Teodoro Haencke), a la sazón avecindado en Cochabamba.
El resto era un entramado de reales cédulas, seudónimos, enumeraciones trabajosas, fábulas, letrillas burlonas y exhortaciones de todo tipo. Había un exceso de aclaraciones y quejas, había suscriptores que desistían de serlo y un creciente malestar que hacía previsible el enojo del virrey. Pero el jactancioso Cabello no deseaba enterarse: "òltimamente -escribía-, la guerra se ha de hacer en el campo del Telégrafo, no con la lengua, ni la espada, sino con pluma bien cortada; no con injurias, ni sangre, sino con tinta que aunque negra por esencia, ni afee el espejo hermoso y cándido del honor, ni obscurezca la luz que se solicita".
Dicho con palabras llanas: a gatas era un periodista, pero no un empresario periodístico.