El teatro y su obstinada aventura
En Dos. Un elogio escénico para el amor, el teatro se encuentra con el pensamiento de Alain Badiou
- 4 minutos de lectura'
El tiempo que llevaba sin escuchar Blue Valentines. Y resulta que el viernes pasado, mientras se encendían las luces en la sala del Teatro Payró, la querida, cavernosa e irreemplazable voz de Tom Waits se abrió paso por entre nuestro silencio de espectadores deslumbrados, resonó junto a los aplausos que ya ganaban el lugar, desgranó aquello de She sends me blue valentines/ all the way from Philadelphia/ to mark the anniversary/of someone that I used to be.
La melancolía exquisita, digna y bella, de la voz de Waits, sus palabras, la guitarra justa que lo acompaña: algo así como el cierre necesario para una obra –Dos. Un elogio escénico para el amor– que, mientras se desenvolvía, había logrado interrumpir el tiempo e instalar pensamiento, cuerpo, emoción y discurso por fuera de lo frecuentemente obvio.
El desafío no era menor: Diego Starosta, director y fundador de El Muererío Teatro, se propuso llevar a la escena el pensamiento del filósofo francés Alain Badiou. El proyecto, que comenzó en 2017 con El immitador de Demmóstenes, toma en Dos... varias de las propuestas desarrolladas por Badiou en el ensayo Elogio del amor, y las hace dialogar con Pessoa, Lacan, Freud, Mallarmé, Rimbaud.
¿Es posible construir dramaturgia a partir del pensamiento más abstracto? Starosta nos dice que sí. Porque –enuncia con la voz y la acción– no hay palabra si no hay cuerpo; somos palabras encarnadas, y en función de ello es que vivimos, amamos, reflexionamos, sentimos: horadamos, dejamos huella en un mundo que demasiadas veces nos resulta ajeno.
En escena, Starosta está solo. Pero solo en primera instancia: el actor se desdobla en dos personajes porque, aclara, cuando se trata del amor, el uno siempre deviene dos. Deviene diferencia. Acontecimiento, en términos de Badiou.
Sus personajes son dos payasos que más que aludir al grotesco circense, recuerdan los estilizados gestos del Kabuki o del teatro Noh. Starosta es el actor y es cada uno de esos payasos que intercambian pareceres, se despliegan con precisión milimétrica por el espacio, remarcan con un gong la calidad de alguna idea, suscitan las sonrisas necesarias para que todo el mundo sepa que sí, se habla del amor, pero que eso no implica merodear por las costas de lo solemne. Mucho menos por las dudosas bondades del amor romántico: quizás por eso la elegante asepsia de una puesta en escena en la que prima la abstracción. Si “el Dos fractura al Uno y experimenta lo infinito de la situación”, de lo que se habla es de algo que va mucho más allá de la balada, de la parejita que vence las mil y una dificultades, del goce tormentoso del melodrama, incluso de las múltiples categorías que nutren tanta reflexión actual sobre el género.
Starosta abreva en las aguas de un pensador que, bien lejos de corazoncitos y dulzuras de cotillón, se empecina en declarar que el amor es “una aventura obstinada”. Una apuesta que padece riesgo de extinción en una civilización obsesionada por el control, la planificación, la certidumbre plana contra toda inquietud existencial. Una aventura –dice Badiou, dicen los personajes de Dos...– que exige ser reivindicada y abordada por el ejercicio filosófico. Starosta recuerda a Rimbaud y su llamado a reinventar el amor. En el cuerpo del actor resuena el particular modo en que el mismísimo Badiou convoca a esa reinvención: “No puede ser una acción defensiva, dirigida a la mera conservación de las cosas. El mundo está lleno de novedades y el amor debe ser incluido también en esta renovación”.
Para el pensador francés, el amor, incluso efímero, implica un quiebre que conecta con la eternidad. Como ciertos, contados, sucesos políticos. Como la palabra poética. Como el teatro, esa otra forma del gesto amoroso, puro cuerpo y voces que nos enlazan unos con otros, generación tras generación.