El síndrome de la desmesura y el poder que intoxica
Se ha hablado mucho en los últimos lustros del libro de David Owen (neurólogo y político inglés, secretario de Asuntos Exteriores entre 1977 y 1979), titulado The Hubris Syndrome: Bush, Blair and the Intoxication of Power (El síndrome de hibris. Bush, Blair y la intoxicación del poder).
Traducido usualmente como “desmesura” (transgresión que los griegos consideraban como irredimible), Owen identifica a ese concepto –hibris– con un desorden de la personalidad que se manifiesta en rasgos tales como el egocentrismo, la sed insaciable de reconocimiento público, los sueños de perpetuidad o aun la porfiada tergiversación de la realidad por parte de quien lo padece.
Megalomanía, prepotencia, iracundia, impulsividad serían también síntomas de este síndrome, que suele exacerbarse cuando el nivel de popularidad decrece y la fortuna vuelve la espalda al líder que hasta hacía poco alardeaba de su indiscutido poderío. En ese momento, la involución del tono y de la coherencia de su discurso, devenido desordenado e irascible, se revelaría como un indicio seguro del ocaso que se avecina.
No solo se trata del culto a la personalidad que caracteriza a varias culturas políticas, sino de la personalidad misma y el modo como esta puede verse reflejada en el ejercicio del gobierno. Por eso, cuando Montesquieu analiza la naturaleza o estructura particular del despotismo, se refiere primeramente a la existencia de un individuo “a quien sus cinco sentidos le dicen continuamente que él es todo y que los demás no son nada”. Sin leyes establecidas ni instancias intermedias que recorten sus atribuciones, el déspota monopoliza la decisión y actúa arbitrariamente, guiado por sus deseos y caprichos. Un caso flagrante de desmesura. El miedo liso y llano, sustentado en una educación dirigida a “llenar de temor el corazón”, son aliados connaturales de un régimen que requiere mantener los ánimos abatidos y extinguir el menor asomo de rebeldía.
Lamentablemente, todavía existen pueblos que se resignan al despotismo y déspotas de los que tampoco nosotros, como Montesquieu, podemos hablar sin estremecernos. Y, sin llegar a ese escenario extremo, todavía hay pueblos que se resignan a la desmesura de algunos líderes democráticos cuya arrogancia ilimitada, un patrimonio injustificado (e injustificable) y la sumisión que provocan entre sus partidarios, los conducen a actuar como si se creyeran instrumentos del destino. Impermeables a todo reparo que los obligue a rectificarse, humillan en público hasta a sus propios ministros, reparten culpas aquí y allá, dictan cátedra sobre una variedad inusitada de temas y se regodean a gusto toda vez que pueden fotografiarse junto a representantes de las mismas democracias liberales que denuestan. Como decía Tocqueville a propósito de Luis Napoleón Bonaparte, necesitan “creyentes en su estrella y vulgares adoradores de su fortuna”.
Estos liderazgos basados en el personalismo y la aclamación, para los cuales todo resulta lícito, comparten con las autocracias más acabadas el hecho de que sus respuestas están siempre dadas de antemano. De ahí que, como lo expresó inmejorablemente Milan Kundera, su verdadero enemigo sea “el hombre que pregunta”, es decir, aquel que, con la sola ayuda de su interrogación, “rasga el lienzo de la decoración pintada, para que podamos ver lo que se oculta tras ella”.
Pero la experiencia enseña que cuando los líderes se consideran omnipotentes se ven más y más traicionados por las consecuencias de sus decisiones. En algunos casos, por debajo de tanta desmesura y sobreactuación, lo que se percibe es una imagen de debilidad: la de alguien superado por acontecimientos que apenas si aparenta controlar cuando todo induce a pensar que, en realidad, se le escapan fácilmente de las manos. Llegada esa hora, una voz cercana debería soplarle al oído que está desnudo, antes de que esa verdad prorrumpa, como en el cuento de Andersen, de la inocencia de un niño.
Profesor de teoría política