El silencio, el misterio y lo eterno
En las últimas semanas, el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires estuvo organizando una serie de conversaciones con el silencio como tema. Tendemos a pensar en el silencio y representarnos también el sonido, pero desde el momento mismo en que podemos hablar del silencio en la pintura (basta pensar en Caspar Friedrich o en Giorgio Morandi) resulta evidente que hablamos de un concepto antes que de un fenómeno acústico. El desplazamiento comporta una generalización que alcanza a la música. La pregunta es ¿quién habla en la música? Además: ¿qué habla el que habla? También en la música el silencio es metáfora.
Corrían los años cuarenta en Francia. Una mujer se había refugiado de la guerra en un castillo de Vannes y una tarde, cuando caminaba bajo las arcadas de una galería, oyó de pronto un violín. Reconoció de inmediato la Sonata para violín y piano en mi menor, de Mozart. Aunque había tocado de chica la parte para piano, nunca antes le había parecido tan bella y doliente. Recordó una frase leída no supo cuándo, según la cual la música no estaba en las notas de la partitura sino en aquello eterno a lo que ellas aludían. Se preguntó: "¿Cuál es el misterio de este sortilegio musical? ¿Qué mensaje secreto se revela bajo esas notas que se desgranan en el aire, sin dejar detrás de sí más huellas que las que deja un pájaro?"
Esa mujer se llamaba Élisabeth-Paule Labat, había nacido en Tarbes en 1897 y, pianista, había estudiado en París en la Schola Cantorum. A los 25 años, entró en la abadía benedictina de Saint-Michel de Kergonan. La anécdota y las preguntas están en el principio de su Essai sur le mystère de la musique (1963), del que el teólogo Hans Urs von Balthasar dijo que tenía un "vuelo teresiano".
"Hay en el habla una especie de canto oculto", decía Cicerón en Orator, y para Labat el punto ciego del misterio musical, su corazón, atañe por igual al silencio y el lenguaje. Uno y otro, el silencio y el puro lenguaje, anulan la música, que se desplaza entre los dos extremos como sobre un eje. Ese movimiento tiene consecuencias, incluso consecuencias críticas, que la hermana Élisabeth no oculta: "Tal o cual obra de Schumann o de Debussy podrán evocar un paisaje, una escena familiar, un bosque, Granada, pero más allá de esa superficie, aunque en conjunción con ella, es el primer acceso a una realidad más interior". El lenguaje sería así metáfora del grado más alto de mimesis, casi en el sentido pictórico de la figuración, cuyo concurso la música necesita en la misma medida en que necesita su distancia. No es otra su realidad indefinible y definitiva. "Es la que hace que haya más música en un solo número de Kreisleriana o de las Escenas infantiles, de Schumann, que en toda una ópera de Massenet; más música en cualquier mínimo coral de Bach, de un estricto ambiente místico, que en toda la obra para órgano, por lo demás interesante, de Pachelbel". Bach y Schumann, los músicos de las lágrimas para ella, las de Concierto para dos violines, las del Concierto para piano, "lágrimas de felicidad, lágrimas complejas que traducen igualmente la nostalgia más angustiosa".
Le gustaba a Labat referir a la música ese verso de "L'invitation au voyage", de Charles Baudelaire, "Todo es allí orden y belleza", en el que entreveía una patria universal. Cinco años después de la salida de su Essai sur le mystère de la musique, Labat sufrió un accidente cerebrovascular, y un segundo ataque, hacia 1972, la privó de la movilidad, el habla y la lectura, una variedad impuesta del silencio. Poco después del primero de esos accidentes, había escrito en una libreta: "Señor, eres mi desierto; me uno a ti en tu soledad". Cuenta Erik Varden, un hombre que precisamente a instancias de la Segunda sinfonía de Gustav Mahler se convirtió y se hizo monje benedictino, que a Labat le preguntaron poco antes de morir, en 1975, si se aburría. "No", respondió. Le preguntaron también si extrañaba la música. Su respuesta, más bien enfática, fue: "¡De ninguna manera!". Entonces no había ya silencio.