El silencio del lector
El enigma de una escultura que, aunque nació para encenderse y hacerse oír por las noches, permanece callada
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Silencio. Mírenlo: es precioso. No lo despierten; déjenlo seguir durmiendo. Es monumental. En ese color amarillento que lo hace menos humano. Le falta el cuerpo, el pelo. No le vemos los ojos, pero sí asoman los dientes, unas pestañas como coronas de espinas y se insinúa la lengua. Reposa apoyado en el pasto sobre su mejilla izquierda. Toma sol durante el día y se ofrece a la luna por las noches.
Está en la Plaza Parques Nacionales Argentinos, donde Sucre se encuentra con la Avenida Figueroa Alcorta. Paso por ahí con el auto en mi trayecto hacia el trabajo. Siempre.
En 2016 fue la primera vez lo vi. Lo descubrí de a poco ya que estaba oculto. Durante un año generaba gran intriga. Apenas asomaba por una tapia de madera, como la punta de un iceberg, un pedacito de su anatomía. Detrás de ese muro provisorio se estaba gestando. Lo imaginaba, no tenía idea de cómo era. Recién en noviembre de 2017 se mostró. Era una cabeza gigante, como de cinco metros. Supuse que seguía en construcción. Que pronto le pondrían los hombros, brazos, un corazón, piernas. ¿Llevaría ropa? Probablemente quedaría descalzo, creí.
Hasta que entendí que era una pieza completa. Así. No le faltaba nada.
Empecé a susurrarle todos los días un saludo. Muy bajito y medio hacia adentro, como se le habla a un niño dormido, no para que escuche. Ridículamente le puse un nombre: Igor lo llamé. Un acto de conquista injustificado, pero lo sentía un poco mío de tan ahí al alcance que estaba, de tan cotidiano que era nuestro encuentro. “Buen día, Igor, descansá”, decía a solas mientras conducía hacia el puente para tomar la autopista.
Mi mirada hacia él dio un giro total el día que me acerqué a pie. Y lo miré bien. No sólo de frente, lo recorrí. Era muy diferente a lo que veía desde el auto en movimiento. Igor tenía secretos y me los revelaba generosamente.
Lo primero que me sorprendió fue su complejidad. Nunca lo había percibido como una criatura simple; cierta sofisticación ya se le notaba en el gesto. Sin embargo, sus recovecos y alegorías superaron cualquier expectativa posible. La superficie está impresa con una constelación de tipografías antiguas, dispersas y azarosas. Además, hay casitas de ensueño, caballos, árboles, un bebé, una biblioteca, una calavera con un gorila encima, figuras humanas en positivo y en negativo, una “Q” grande que forma una isla: una ciudad en ruinas circundada por un lago donde flota un barco. Hay una “Olivetti” con un párrafo como recién tipeado: “Un hombre se propone la tarea de dibujar al mundo… Poco antes de morir descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara”. Firma JLB: es el epílogo de El Hacedor. En la parte de atrás deja de ser una cabeza, se vuelve una estructura cóncava y tiene un banco para sentarse, o acostarse. En una zona del cráneo hay un hueco cuadrado, es un cuarto, allí dentro duerme un escritor -a juzgar por la máquina de escribir que tiene delante-, es un lector por el libro abierto que lleva en sus manos.
Sigo rodeándolo. En la base, donde debería insertarse un cuello, hay una puerta de verdad. Está cerrada. En el marco, una placa indica que la obra se llama El sueño del lector. Que su autor es Pablo Irrgang y el año de creación, 2016. Hay una lista de asistentes técnicos. No entiendo esto (todavía).
Ese día Igor se transformó en otro para mí. Yo lo seguía mirando y saludando, pero distinto. Mejor.
Pensaba que ya sabía quién era, ahora sí. Pero no. Había más.
Quise conocerlo más y averigüé su historia. El sueño del lector (aunque yo lo siga llamando aun hoy Igor en mi intimidad) es en realidad una escultura performática sonoro lumínica. Y no funciona.
Sin que le falte el cuerpo, está incompleto. Nació para encenderse y recitar por las noches.
En su interior hay además computadoras programadas para, en un loop continuo y aleatorio, hacer oír la voz de autores argentinos leyendo sus propios textos.
Su estructura es translúcida aunque no se note. Su piel es una membrana de fibra de vidrio; su carne, resina epoxi con sobrecarga de cuarzo. Iluminado por dentro brilla como si tuviera una brasa. Pero no se enciende.
En su interior hay además computadoras programadas para, en un loop continuo y aleatorio, hacer oír la voz de autores argentinos leyendo sus propios textos. Rodolfo Walsh, Olga Orozco, Julio Cortázar, Alejandra Pizarnik. Tesoros de la Audiovideoteca de Escritores.
La obra tuvo solamente unos meses de la vida que había sido creada para él. Luego fue desconectado de la corriente eléctrica -la que distribuye el riego por aspersión del parque- porque “no tenía medidor”. Y nunca lo tuvo.
Quedó oscuro y callado. Abandonado. Fue tatuado con trazos de graffitis y tiene también otras cicatrices de vandalismo.
Cuentan en el barrio que desde siempre el banco fue refugio nocturno de personas que viven en situación de calle. Por eso hay frazadas guardadas en el arbusto de al lado. Cuentan que una vez un hombre, muy parecido a Walt Whitman, preguntó por qué se había quedado mudo el gigante. Cuentan que lamentaba que ya nadie lo arrullara con cuentos.
En su la historia, descubrí otro sentido a su mueca: mi Igor plácido se convirtió en el lector contrariado.
Mírenlo. Está dormido. No lo despierten. Pero mírenlo, es precioso. Y escuchen. Quizás alguna noche de estas pueda empezar por fin a soñar en voz alta.