El silencio de los candidatos
En medio de un proceso electoral en el que los políticos eluden definirse, es necesario exigir precisiones en temas clave, como el modo en que se ocuparán de la pobreza y qué harán contra el avance del crimen organizado
El actual proceso electoral, octavo para la designación de un presidente desde el fin de la dictadura militar, es también, posiblemente, el de menor intensidad política de las últimas décadas. Con un tono cansino, carente de expectativas y de entusiasmos, la ciudadanía acude somnolienta a votar, uno y otro domingo, de un modo rutinario, rutinario, también, por reiterado: en la ciudad de Buenos Aires, por ejemplo, lo hizo ya cuatro veces en lo que va del año.
Que así sea podría ser motivo de celebración: una democracia madura, una sociedad civil robusta y activa, un Poder Ejecutivo férreamente controlado, un Parlamento participativo y propenso a la deliberación, partidos políticos sólidos y con una intensa actividad interna, todo ello convertiría el proceso electoral en un asunto, si no menor, cuando menos acotado. Pero nada es así entre nosotros, y por tanto, ya que la vida cotidiana no se caracteriza por la riqueza de la participación ciudadana, el proceso electoral podría, cuando menos, compensar parcialmente aquella pobreza devolviendo a la política algunos de sus sentidos.
El panorama decepciona. En lugar de partidos políticos, incluso de alianzas o coaliciones, hay "espacios" de geometría variable, por no decir, simplemente, amorfos. Los programas fueron sustituidos por un silencio atronador. Es cierto: en todos lados la densidad ideológica de los partidos se ha debilitado. También es cierto que en casi ningún sitio lo ha hecho tan catastróficamente como aquí. En un reciente encuentro internacional dedicado al análisis de las coaliciones políticas, organizado por el Club Político Argentino y realizado en la Universidad Tecnológica Nacional, todos los participantes –chilenos, brasileños, uruguayos y argentinos– coincidieron en destacar la persistencia de las ya clásicas categorías de izquierda y derecha, mientras nuestra política –y sus numerosos intérpretes ante la opinión pública– se empeñan en negarlas.
La ausencia de partidos, de programas y de categorías políticas reduce el proceso electoral a una disputa entre personas y grupos de interés. Centrados en las ideas de "cambio" o "continuidad", los principales candidatos no terminan de decidir si ellos encarnan una opción o la otra, y dejan frecuentemente la impresión de que quieren ser ambas cosas y ninguna. Habitualmente, ninguno de los candidatos precisa el contenido de esas alternativas, y si alguno lo hace, es solamente para subordinarse cínicamente a las demandas que los estudios de opinión sugieren.
Los candidatos no hablan de la sociedad, sino de ellos mismos. Son sus biografías, sus logros privados y sus ambiciones públicas la principal narrativa que tienen para ofrecer, como si fuera responsabilidad de la sociedad proveer la satisfacción de sus deseos y no responsabilidad de la política identificar los principales problemas compartidos y proponer soluciones fundadas en la acción colectiva. Las aspiraciones que están en juego son, así, las de los candidatos y sus adláteres, y no las de los diversos actores sociales.
A la incapacidad para identificar problemas y para proponer soluciones se suma la carencia de toda imaginación política. El discurso de quienes más posibilidades tienen de alcanzar la Presidencia de la República carece de esa dimensión que provoca sorpresa porque enuncia un ideario no formulado. En la famosa frase del discurso inaugural de Alfonsín –"Con la democracia se come, con la democracia se cura, con la democracia se educa"–, había no sólo una filosofía política, sino una visión de la sociedad, un sistema de valores y una idea clara acerca de la obligación de los dirigentes: garantizar los mínimos de bienestar material, pero también proveer los bienes públicos y, sobre todo, producir con unos y con otros el cemento de una sociedad desgarrada en la salida de la dictadura, en el aprendizaje de los horrores de las desapariciones, en el narcisismo golpeado de la derrota en la guerra.
Esa falta de imaginación política, esa ausencia de visión no carece de consecuencias. Como todas, nuestra sociedad tiende a establecerse en sus modos de hacer, a naturalizar sus propias prácticas culturales, sociales y políticas, y a relacionarse con ellas de un modo acrítico y no reflexivo. Son normalmente las artes, las ciencias y la política las que ponen en evidencia que aquello que se presenta como natural, normal, inmutable son en verdad modos culturales de hacer, modos que, por tanto, pueden ser modificados. La defección de la política de su función reflexiva significa que abandona a la sociedad a los modos de hacer que las inercias del pasado instituyeron como norma del presente. Ese abandono es siempre, de algún modo, una condena de fracaso: en un mundo en el que las culturas distintas de la propia, las vecinas tanto como las lejanas se transforman permanentemente, insistir en los propios modos de hacer es un grave déficit adaptativo. Pero ello es más grave aun cuando, como ocurre entre nosotros, esos modos de hacer han probado consistentemente ser inadecuados o directamente inútiles no sólo para la consecución del bien común, sino incluso para su misma búsqueda.
La situación de nuestro país es, sencillamente, mala. Un tercio de la población vive en la pobreza y carece de las capacidades para incorporarse al mercado de trabajo; los bienes públicos se han deteriorado a niveles impensados: la educación no sólo no prepara personas para hacer frente a un futuro cada vez más complejo, sino que no les brinda las habilidades para que se desempeñen en el mundo actual; la salud está pésimamente distribuida, a tal punto que una parte considerable de la población apenas si accede a ella; las infraestructuras se han degradado: rutas, puertos, energía… Lo único que está en discusión respecto de la larga agonía de la Argentina moderna, parafraseando a Tulio Halperin Donghi, es cuándo comenzó la caída y cuáles son sus causas: nadie, ya, pone en duda la inmensa evidencia que muestra cómo hemos sido incapaces de hacer que nuestro país sea cada día un poco mejor que el día anterior.
Ante ese cuadro siempre grave, en ocasiones sobrecogedor, hay, cuando menos, tres cuestiones sobre las que los candidatos a ocupar la Presidencia de la República deberían decir una palabra categórica: de qué modo se ocuparán de la pobreza, no sólo de la existente, que merece, sin duda, acciones decididas para mitigar el sufrimiento de quienes la padecen, sino también qué harán para evitar su transmisión intergeneracional. De qué modo intentarán evitar que cada chiquito que nace hoy, ahora, en este instante, en una familia pobre, no será pobre indefectiblemente el resto de su vida. Pero los candidatos también deben hablar acerca de los vínculos entre política, fuerzas de seguridad y crimen organizado, dado que se trata de vínculos cada vez más estrechos y cada vez más peligrosos: el Estado argentino, tanto el Estado nacional como los estados provinciales, está deviniendo parte de redes mafiosas dedicadas al narcotráfico, el lavado de activos, la trata de personas, el contrabando, el trabajo esclavo. El silencio de los candidatos sobre estos temas los vuelve cómplices. Por último, es necesario que se expresen sobre el futuro de los bienes públicos y expliquen cómo se proponen revertir su creciente degradación. Sin bienes públicos de calidad, accesibles y compartidos, no hay futuro posible, no ya para los más vulnerables, sino incluso para aquellos que piensan que pueden proveerse de esos bienes en los mercados privados. Como dice Michael Sandel, hay bienes "que el dinero no puede comprar".
Resulta evidente que se trata de tres asuntos que pueden distinguirse para el análisis, pero no para la solución: si no hay una lucha definitiva contra la pobreza, para la cual es necesaria, entre otras cosas, una oferta poderosa de bienes públicos, no será posible terminar con los mercados criminales.
La complacencia de la sociedad con la política argentina actual, tanto como la autocomplacencia de una clase política moralmente débil e intelectualmente pobre, la tolerancia de la sociedad y de los políticos respecto de los graves dramas de nuestro país no está exenta de consecuencias. La falta de imaginación de la política, que se traduce como su incapacidad de enunciar un discurso cargado de futuro, y la ausencia de definiciones y propuestas sobre esos tres asuntos dramáticos no harán más que prolongar las miserias del presente.
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