El silencio de Don Peppone
En la inmediata posguerra, un escritor italiano, Giovanni Guareschi, imaginó un pequeño pueblo italiano donde confrontaban Don Camilo con Don Peppone. El primero era el cura del pueblo y el segundo era el intendente comunista. No paraban de hacerse zancadillas, pero, a la hora de los problemas graves, colaboraban para solucionarlos. Guareschi era católico y anticomunista, así es que la figura del intendente aparecía degradada y, habitualmente, ganaba el cura.
En los últimos debates asociados con la elección del papa Francisco I, tengo la impresión de que en la Argentina está faltando la palabra de Don Peppone. Pero antes de referir a lo que falta, corresponde señalar lo que hay.
Se expresaron los feligreses de Don Camilo con sincera emoción e identificación con las señales de reforma hacia "una Iglesia de los pobres para los pobres". Mezclados con esos feligreses no faltan aquellos que, desde la política local, están contentos con que un "enemigo" de los Kirchner tenga más poder y condicione al Gobierno. O que pueda ayudar a armar algún improbable encuentro opositor.
Hay una presencia mediática de muchos funcionarios o allegados al Gobierno con posturas que no expresan nada más que el ánimo de no perder votantes. Está claro que si el mismísimo diablo tuviese algo de popularidad, ya tendrían el alma rematada a cambio de la reelección.
Pero faltan los Peppone, no los estalinistas -que se los llevó la historia-, sino los que supieron preservar los ideales del intendente que pinta Guareschi, junto con la práctica democrática.
Don Peppone fue un personaje europeo: es el padre del Estado de Bienestar y del crecimiento con equilibrio social más largo que vivió el planeta desde que el mundo es mundo. Y supo asociarse con Don Camilo para terminar definitivamente con las guerras en Europa. En el norte de Italia, la Italia roja, construyó un denso tramado de empresas pyme cooperativas que fueron -y en parte siguen siendo- la llave de la prosperidad italiana. Europa ahora está en crisis, pero si tiene alguna salida virtuosa, a no dudar, Don Peppone va a estar en primera fila.
Y nosotros tuvimos gloriosos Peppones: son los que hicieron los sindicatos y protagonizaron las luchas obreras. Los que se unieron al peronismo, no porque la Fundación Eva Perón les regalase algo. Lo hicieron porque, con derechos consagrados en leyes, pudieron "demandar" por lo que les era propio y no "pedir" con la cabeza baja. Eran ferroviarios, metalúrgicos, textiles, gráficos...
Nuestros Peppones sembraron el país con cooperativas, redes de contención social, mutuales, hospitales, bibliotecas populares y teatros vocacionales. Sabían que la cultura y la educación eran la vía para la elevación de los trabajadores. Y hacían culto al trabajo, porque el trabajo dignifica. Ahorraban. Y con su esfuerzo y su ahorro, ayudaron a construir un país que llegó a ser el más educado y equitativo de América latina.
Nuestros Peppones no podrían haber sido kirchneristas, porque hacían culto de la educación pública, universal y gratuita, igualada con el guardapolvo blanco. Esa escuela que la gestión de estos 10 años está hiriendo de muerte. Hasta el extremo que cada vez más hogares de trabajadores laicos envían a sus hijos a colegios confesionales, con la vana pretensión de que no pierdan días de clase, y no se vean tentados por la violencia y la droga.
Difícilmente hubiesen tenido esperanzas con Kirchner, después de verlo hacer lobby para privatizar YPF y no rendir cuentas por los fondos que recibió la provincia de Santa Cruz. Pero si alguna luz hubiesen preservado, se habría terminado con el Indec. Eran cultores de la verdad: sabían que mentir al pueblo es traicionarlo.
Eran austeros, y la visión de la ostentación obscena de Ciccone, Louis Vuitton, Puerto Madero, Eskenazi, Oyarbide, Schoklender, Boudou o Cámporas los hubiese repugnado. Y desde su solidaridad social todavía estarían manifestando por los 51 muertos del ferrocarril, cuya contraparte es la riqueza de tipos como Jaime.
Y nuestros Peppones, igual que el intendente del libro de Giovanni Guareschi, estaban en contra de cualquier religión. El concepto de caridad les repugnaba: si había que hacer una olla popular, la hacían con el aporte de los compañeros, eran demasiado orgullosos como para recibir prebendas de los gobiernos o de las iglesias. Por eso no eran objeto de redes clientelares ni de planes sociales: nuestros Peppones eran ciudadanos. Les hubiese espantado la idea de "Iglesia pobre para pobres": no hacían culto de la pobreza, porque soñaban con elevar a toda la sociedad con trabajo, cultura, educación y solidaridad. Y asumían la responsabilidad de hacerlo. Aunque acumulasen fracasos, era su misión.
Gracias a los Peppones, los argentinos tenemos casamiento civil, anticonceptivos, escuela pública laica, divorcio y matrimonio igualitario. Si nuestras mujeres alcanzaron una, aún incompleta, igualdad de derechos y oportunidades es gracias a nuestras gloriosas Pepponas, que supieron confrontar contra el orden establecido y contra el poder de las religiones.
A falta de esos Peppones -que, como el Don Camilo y el Don Peppone del libro, saben colaborar en los temas importantes- sobran narcos y faltan políticas públicas.
Y aunque los Peppones no se hayan expresado en este debate papal, no murieron en nuestra sociedad. Están presentes cada vez que alguien se niega a arrodillarse ante el poder de la religión y ante el poder del gobierno de turno.
Están presentes cuando un argentino mira la inmensidad del cielo, en una noche estrellada, y sin miedos ni miradas teológicas reconoce como Jacques Monod que "... el hombre sabe al fin que está solo en la inmensidad indiferente del Universo en donde ha emergido por azar. Igual que su destino, su deber no está escrito en ninguna parte. A él le toca escoger entre el Reino y las tinieblas".
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