El sentido profundo de la Constitución
Una Carta Magna debe expresar el modo de ser real de un pueblo. En ella se consagran los derechos y se fijan las reglas para establecer un orden racional de convivencia. Como lo sostuvo Juan María Gutiérrez, "La Constitución no es una teoría… es la Nación Argentina hecha ley". Es decir, hay una Constitución para cada pueblo.
Las leyes rigen para el futuro. La Constitución es una ley fundamental destinada a perdurar con el paso del tiempo. Pero permanencia no es inmutabilidad. De allí que las constituciones contemplan la posibilidad de su reforma para receptar las nuevas circunstancias. Pero tal adaptación también puede provenir de la interpretación que los jueces hagan de la misma.
El sentido profundo de una Constitución consiste en que consagra enfáticamente la supremacía de la ley por sobre el gobierno de los hombres. Nuestra Ley Fundamental adopta la forma de gobierno republicana democrática sin identificarse con ninguna ortodoxia ideológica. Por ello, posibilita la coexistencia de un Estado activo –impulsor de la prosperidad del país, del bienestar general y el desarrollo humano– con una sociedad protagonista sustentada en el ejercicio de los derechos individuales y sociales.
La reforma constitucional de 1957, viciada por la proscripción del justicialismo, sancionó la cláusula social (art. 14 bis) impulsada por el constituyente radical Crisólogo Larralde, que incluyó la participación en las ganancias de las empresas, la colaboración en la dirección y el derecho de huelga mostrando un perfil más avanzado, en materia social, que la Constitución de 1949.
También corresponde destacar que bajo el texto constitucional de 1853 y la reforma de 1957 se materializó una trascendente labor legislativa de expansión social que, a su vez, fue ampliada por la modificación de 1994. Esta última produjo un vasto remozamiento de la Ley Fundamental al incorporar, entre otras cuestiones, el derecho a un ambiente sano, la protección de los usuarios y consumidores, el progreso económico con justicia social, el acceso a la información, la acción de amparo, hábeas corpus y hábeas data para resguardar los datos privados, la elección directa del presidente y los senadores. Asimismo se instauró la democracia participativa por medio de la iniciativa y la consulta popular, y se dispuso la recepción del Consejo de la Magistratura para afianzar la independencia de los jueces, la inserción de la Auditoría General de la Nación y del defensor del pueblo, el fortalecimiento del federalismo previendo un nuevo régimen de coparticipación de tributos y la autonomía de la Ciudad de Buenos Aires. Además se otorgó jerarquía constitucional a los tratados sobre derechos humanos y se incluyó la aprobación de acuerdos de integración con otros países. Aunque algunas de las reformas ya habían tenido tratamiento legislativo, deben armonizarse con las modificaciones introducidas. Más aún, en algunos casos se dictaron leyes regulatorias en abierta colisión con la Constitución por lo que deben ser sustituidas por otras que la respeten.
Como puede apreciarse, la reforma de 1994 permanece largamente incumplida. Además, no se advierte que exista una demanda por parte de la sociedad para emprender una nueva modificación. No están dadas las condiciones objetivas para ello. Cabe interrogarse, entonces, acerca del propósito que anima la campaña a favor de la reforma. Seguramente hay que ubicarlo en la intención de conseguir otra o la, lisa y llana, reelección indefinida. Resaltan, al respecto, las expresiones de los ex presidentes de Chile, Lagos y Bachelet, quienes se expidieron a favor de una reelección, pero nunca para beneficio de quien está gobernando. O las recientes declaraciones de Lula da Silva, quien señaló: "La democracia es un ejercicio de alternancia en el poder".
En nuestro caso, se trataría, en cambio, de lograr la perpetuación de la Presidenta en su cargo y la continuidad del régimen, iniciado en 2003, prepotente y contumaz. Merece este calificativo porque hace alarde de la mentira y avala la deshonestidad, en sustancial diferencia con la decisión de Dilma Rousseff, que ha hecho de la lucha contra la corrupción una política de Estado. También le vale tal adjetivación porque no respeta al Poder Legislativo ni al Judicial. Al primero se lo redujo a ser un apéndice del Ejecutivo y se pretende lograr lo mismo con el segundo, al que se agredió con impúdicas presiones y agravios a dignos magistrados.
El 8-N, un pueblo irritado se pronunció contra la altanería del gobernante y su desprecio por las críticas cuando en la democracia nadie es dueño de la verdad. Por eso es necesario escuchar con humildad y construir armoniosamente, a través de la concertación de las diversas opiniones.
Un hecho alentador fue protagonizado por la oposición al cerrar filas contra la reforma. Pero no se puede bajar la guardia. La Presidenta no busca solamente la reelección, sino también alterar el capítulo de derechos y garantías plasmados en la Constitución.
En este contexto de degradación institucional y decadencia moral, sólo resta asirnos a la Constitución cuya defensa es el deber de todos.
© LA NACION