El segundo padre de la patria
Por Humberto Quiroga Lavié Para LA NACION
Santa Fe de la Vera Cruz, cuna de nuestra Constitución histórica, es una de las más antiguas poblaciones del Río de la Plata. Por el año 1853, la parte más extendida de la ciudad se encontraba en dirección del desembarcadero, donde había un fuerte paredón de cal y canto y una escalera del mismo material, hasta el nivel del agua. Algunos paraísos daban sombra a los que buscaban reparo sentándose en los poyos de una alameda rectangular. Sobre las barrancas del flanco este del río se levantaba, como hoy, el Convento de San Francisco, a poca distancia de la plaza principal, en una de cuyas esquinas lucía la pintoresca Iglesia de la Merced, lindo templo edificado probablemente por el mismo arquitecto que trazó el plano del Cabildo, ubicado en la vereda opuesta. En dicho Cabildo sesionó el Congreso Constituyente que discutió, escribió y sancionó la hoy sesquicentenaria Ley Fundamental de los argentinos.
El gobierno de la provincia le encomendó al artista Amadeo Gras la decoración del Cabildo, para que sirviera de ámbito propicio de las sesiones de la Convención Constituyente. Los debates del Congreso tuvieron fibra, sabiduría y fervor, como le cabía a la pasión argentina de aquellos tiempos. Se discutió libremente el texto, bajo la influencia de las ideas de Juan Bautista Alberdi, con muy pocos libros apropiados para sustentar tamaña tarea.
Los antecedentes unitarios de las constituciones de 1819 y 1826, el Pacto Federal de 1831 y el Acuerdo de San Nicolás fueron, además de las Bases de Alberdi y de la Constitución de los Estados Unidos, las fuentes más importantes del texto que resultó sancionado. Los Comentarios de Joseph Story a la Constitución norteamericana, traducidos del inglés por Juan María Gutiérrez, también fueron tomados en cuenta por los redactores.
El exquisito perfume de los azahares de los naranjos santafecinos no impidió que en el seno de la Comisión de Negocios Constitucionales, encargada de redactar el proyecto que debía considerar el Congreso Constituyente, se produjeran fisuras y enfrentamientos. Originariamente la Comisión estuvo integrada por José Benjamín Gorostiaga, Juan María Gutiérrez, Manuel Leiva, Pedro Ferré y Pedro Díaz Colodrero, pero hubo que ampliarla con dos nuevos miembros, Santiago Derqui y Martín Zapata, pues Leiva, Ferré y Díaz Colodrero no estaban de acuerdo con las ideas de Alberdi, que propiciaban Gorostiaga y Gutiérrez: las consideraban extranjerizantes. Luego a Ferré lo reemplazó Salustiano Zavalía y de ese modo se impidió la frustración de que la propia comisión redactora produjera un dictamen contrario a lo que reclamaba la mayoría del Congreso.
Los convencionales se alojaron, en su mayoría, en el convento de San Francisco; otros, en el antiguo colegio de los jesuitas, instalado en el Convento de la Merced, en tanto que Gutiérrez, Gorostiaga y Delfín Huergo lo hicieron en los altos de la alfajorería de los Merengos.
De allí nació una gran amistad entre Gorostiaga y Gutiérrez, el primero eximio jurista, hombre retraído pero de sereno equilibrio, en tanto que Gutiérrez era el sabio de la Convención, sarcástico y de espíritu cáustico. Al decir de Víctor Gálvez, fue la presencia de la interdisciplina científica en la política constitucional de los argentinos. Mientras Gorostiaga se encargó de redactar la parte orgánica del proyecto que debía considerar el pleno del Congreso, Gutiérrez estuvo a cargo de aquello que luego se ha calificado como la parte dogmática de la Constitución, es decir, aquella que se ocupa de la declaración de derechos, declaraciones y garantías, hoy mantenida sin modificaciones, con los agregados de las reformas de 1860 y de 1866, el artículo 14 bis introducido en 1957 y el capítulo de los nuevos derechos sancionado en 1994.
Un catecismo cívico
En estas horas de incertidumbre y dolor que vive el país y también millones de argentinos, privados de una calidad de vida de la que se han visto excluidos porque sus dirigentes no se han preocupado por respetar la Constitución Nacional, la figura de Juan María Gutiérrez se agiganta desde el fondo de la historia, que lo tuvo como un padre de la patria ejemplar.
En la primera biografía que de él se escribió, Juan Bautista Alberdi dice que la Argentina ha tenido dos padres de la patria: San Martín, con el sable, y Gutiérrez, con la sabiduría. Poeta e historiador de la literatura latinoamericana, ingeniero y cartógrafo, indigenista que no aceptó ser miembro correspondiente de la Real Academia Española pues se debía al estudio y desarrollo de las lenguas de nuestros pueblos aborígenes, pedagogo y astrónomo, ese gran científico y poeta que fue Gutiérrez, encontró espacio para hacer política, sobre todo política de resultados, pues siendo el primer canciller que tuvo la Argentina constitucionalmente organizada, durante el gobierno de Urquiza, condujo las relaciones exteriores de tal manera que, en forma conjunta con el embajador Alberdi, logró que los países europeos reconocieran a la Confederación Argentina, y no a Buenos Aires, como gobierno representativo de las Provincias Unidas del Río de la Plata, con lo que evitó la posibilidad de dividir la unidad política que fue históricamente la Argentina, la unidad nacional que Urquiza y Mitre hicieron posible en forma definitiva después de Pavón.
Las vidas paralelas de Gutiérrez fueron Gorostiaga en el Congreso Constituyente de Santa Fe, Alberdi en la poesía de El Edén que escribieron juntos, Urquiza en la operatoria de la organización nacional, Sarmiento en la pugna pedagógica que ambos sostuvieron desde sus respectivas perspectivas, Echeverría en la interpretación del romanticismo que ambos expresaron con vital entrega.
La Universidad de Buenos Aires lo tuvo a Gutiérrez como rector durante doce años, por designación de Mitre. Durante su rectorado no abandonó la política, pero en este caso se ocupó de la política científica, pues fue el creador de la primera Facultad de Ciencias Físico-Matemáticas de nuestro país. También se ocupó de escribir un pequeño manual de la Constitución Argentina, tipo de catecismo cívico, para ayudar al pueblo a entender y cumplir esa Constitución que él, con su pluma, había colaborado en redactar.