El segundo acto de “vamos por todo”
Asistimos a varias iniciativas emparentadas con la ideología de la llamada “democratización de la Justicia”; una es la que busca la reforma de la ley del Ministerio Público
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A comienzos de 2013, el gobierno kirchnerista mantenía su hegemonía en los poderes a los que había accedido por el voto popular. Controlaba el Ejecutivo y tenía capacidad de sancionar leyes con independencia de cuánto se acomodaran a la Constitución Nacional. Su credo también era mayoritario en las provincias, ya fuera por comunión de ideas o por disciplinamiento fiscal, en un país donde un mal estructurado régimen de coparticipación de impuestos convierte a aquellas en vulnerables a la lapicera presidencial. El control de las mayorías se extendía a las intendencias, en especial las más populosas del Gran Buenos Aires. Con este panorama, era claro que el régimen gobernante contaba con amplias herramientas para conducir los destinos del país sin que la oposición pudiera bloquear sus iniciativas. ¿Qué significación podía entonces tener aquella expresión, dibujada en los labios de la entonces presidenta, cuando articuló su recordada frase de que irían “por todo”?
Como carecemos de la capacidad de la adivinación, solo es posible recordar ciertos hechos y aventurar consecuencias. Una de las iniciativas que atrajeron la atención de los defensores del sistema republicano fue la llamada “democratización de la Justicia”. La idea era en verdad bastante lineal. Por mandato de la Constitución, el sistema de designación y remoción de jueces confía para etapas esenciales del mismo en un organismo nacido con la reforma de 1994, el Consejo de la Magistratura. También por mandato constitucional se requiere que este garantice una participación equilibrada de representantes de los jueces, de los abogados y de los estamentos políticos (el Congreso y el Poder Ejecutivo). En línea con el ideal republicano, ese equilibrio busca que ningún poder fagocite a otro, y menos aún en la delicada misión de seleccionar y remover a los miembros del único poder pensado para servir de freno a las demasías de los otros dos. ¿O acaso hay manera de controlar si un decreto del Poder Ejecutivo es respetuoso de los derechos de las minorías si no es confiando su análisis a personas técnicas e independientes, cuya designación y remoción no dependan de la voluntad de quienes están siendo controlados, o de aquellos que comulgan con las ideas de los gobernantes de turno?
A fin de debilitar este control republicano, el gobierno reinante ideó un proyecto de ley, aprobado con utilización de sus mayorías parlamentarias, por el cual los integrantes del Consejo de la Magistratura (incluidos los representantes de los jueces y de los abogados) se seleccionarían también, y juntamente con las elecciones generales, por el voto popular. De esta manera, el partido mayoritario terminaría rápidamente dominando los tres poderes del Estado, por ser el que más votos podía convocar. A esto, con esa simplicidad que otorgan los eslóganes, se lo tituló “democratización de la Justicia”.
Para entonces había otros factores cuya existencia podía sospecharse, pero se carecía de evidencias palpables. Así, el secretario de Obras Públicas tenía acumulados varios millones de dólares, que luego depositaría solidariamente en un convento; el secretario privado de Néstor Kirchner había comprado muy valiosas propiedades en el exterior; y otra persona de absoluta confianza del expresidente era adjudicataria de innumerables contratos de obra pública, por obras no siempre finalizadas, y con el aditamento de sumas millonarias remitidas por él, o sus familiares más directos, a instituciones financieras del exterior. Eso, sin contar con las incontables propiedades que se detectaron a ese mismo contratista, sin que parezca posible tal acumulación de bienes en tan pocos años de una manera honesta. Para concluir, tampoco se conocía la existencia de una matriz de captación de fondos en efectivo con destino a funcionarios públicos, mediante su entrega en sótanos y garajes por parte también de empresarios adjudicatarios de obra pública, según confesiones de algunos de ellos, de funcionarios que conocieron ese sistema y del contador personal de la familia Kirchner. Todo eso, claro está, fue descubierto años después.
Para fortuna de nuestro siempre débil republicanismo, aquella ley de “democratización de la Justicia” terminó siendo repelida por un fallo de la Corte Suprema, de junio de 2013. Con la ya entonces previsible disidencia del juez Zaffaroni, sus seis colegas (en tiempos en que el Tribunal se beneficiaba con jueces como Fayt, Petracchi y Carmen Argibay) declararon que el propósito central de la instauración del Consejo de la Magistratura –esto es, que sus representantes políticos no dominaran a los no elegidos por el voto popular–, se haría añicos si los jueces y abogados se vieran forzados a intervenir en la lucha partidaria, uniendo sus nombres a boletas que circularían en las urnas en oportunidad de cada elección.
La llamada “democratización de la Justicia” fracasó gracias a ese control que solo puede ofrecer una Justicia independiente. Y si bien esto puede resultar contrafáctico, es posible sostener que los hechos de corrupción reseñados en esta página solo pudieron salir a la luz por la existencia de jueces no susceptibles de ser designados, o removidos, con intervención mayoritaria de los simpatizantes del mismo signo político que ostentaba el poder en ese período de nuestra historia.
Algún tiempo transcurrió desde aquel fallo de la Corte. Hoy asistimos a varias iniciativas de personas demasiado emparentadas con la misma ideología de aquellos años, como para eludir paralelismos. Una de ellas, la que busca la reforma de la ley del Ministerio Público, constituye una suerte de déjà vu que justifica nuestra preocupación y, de alguna manera, el presente artículo. El proyecto de ley cuenta ya con media sanción del Senado y aguarda su tratamiento en Diputados. El ministro de Justicia ha anunciado que buscará su aprobación. Ese proyecto contiene un aspecto más visible, relacionado con las mayorías necesarias en el Senado para designar al procurador general, así como la duración de su mandato. A la manera de un caballo de Troya, muchos se enfocan en analizar si la mayoría hasta ahora requerida por ley (dos tercios de los senadores, que se busca reemplazar por una mayoría simple) es o no un requisito constitucional, y menos atención se presta a otros componentes del proyecto, más emparentados con aquella reforma de “democratización de la Justicia”.
El proyecto prevé cambiar la composición del tribunal de enjuiciamiento de los fiscales, tema nada menor, pues se trata del cuerpo con capacidad tanto para suspenderlos en sus cargos como para removerlos. Según esta iniciativa, la actual composición de este tribunal sería sustituida por otra donde habrá menos representantes de los fiscales y de los abogados, y se incorporarán a él integrantes de la llamada Comisión Bicameral de seguimiento del Ministerio Público. O sea, funcionarios provenientes de un cuerpo político. Además, el tribunal será presidido por un integrante de esa Comisión Bicameral, con doble voto en caso de empate. Por el juego del quórum y las mayorías necesarias para adoptar decisiones, bien podrá suceder que un fiscal sea suspendido en su cargo con el exclusivo voto de los integrantes de la política.
No es posible predecir si este esquema será eventualmente cuestionado con éxito ante los tribunales. Pero es claro que, a la manera de aquel interrogante del título de una comedia de los años 60 (¿Qué hiciste tú en la guerra, papá?), a nadie podremos culpar si ante este nuevo embate digno del “vamos por todo” nos limitamos a permanecer en silencio.