En lo alto de un edificio de nueve pisos, los techos a dos aguas del Chalet Díaz revelan una joya poco conocida del paisaje porteño
Al entrar al edificio de Sarmiento y Cerrito aparece Willy, un guardia que se encarga de disuadir curiosos con una sonrisa. Le digo que vengo de parte de Mimí, una de las nietas del señor Díaz, y hace un llamado interno para corroborar. Luego de un instante, su mano se transforma en un emoticón de pulgar arriba, como si realmente se alegrara de que yo pueda pasar.
Le cuento que vengo a hacer una nota y le pregunto si tiene alguna anécdota o algo para contar pero, sin dejar de sonreír, responde que no le gusta el protagonismo.
Del otro lado me reciben Mimí, su hermana Inés y Adrián, uno de los encargados del edificio. Entramos a un ascensor con música funcional y, tras un silencio casi litúrgico, llegamos al noveno piso. Al fondo, a la izquierda, hay una pequeña puerta con doble cerradura, una especie de entrada fantasma que Adrián abre con cierta dificultad. Accedemos a una escalera caracol que conduce al tan ansiado décimo piso, donde se erige uno de los sitios más insólitos de Buenos Aires.
Adrián me explica que el otro encargado tiene la tarjeta que permite ir directamente en ascensor hasta donde estamos. Es un lugar común eso de tratar de ser turista en la ciudad de uno, pero cada vez que surgen estos hallazgos la sensación se parece un poco a viajar en el tiempo o entrar en otra dimensión.
En 1936, con motivo del cuarto centenario de la fundación de Buenos Aires, el intendente porteño Mariano de Vedia y Mitre organizó unas conferencias radiales en las que un seleccionado de escritores –Borges, Marechal, Mujica Lainez, Alfonsina Storni y Arturo Cancela, entre otros– inmortalizaron ese momento bisagra de homenaje al pasado en el que se percibía, en verdad, el aire del futuro.
La voz y la cara de Gardel, muerto apenas un año atrás, inundaban las calles, se levantó en solo dos meses el Obelisco, ensancharon la calle Corrientes y, finalmente, comenzó a hacerse realidad esa vieja promesa tan argentina de construir la avenida más ancha del mundo. En 1936, en definitiva, Buenos Aires empieza a ser más o menos la que hoy conocemos: como cuando Maradona, cincuenta años después, pasa para siempre a la historia al convertir, en solo noventa minutos, un gol ilícito y otro sobrehumano.
Es decir que, ya desde el año 1927, casi una década antes de esa especie de big bang porteño y antes incluso de que las demoliciones para construir la 9 de Julio lo dejaran ver a simple vista, ya estaba el Chalet Díaz, el lugar que estoy visitando ahora: una casa colgada en lo alto de un edificio de nueve pisos; "la casa del chalecito", tal como anunciaba la publicidad, una de las curiosidades más extraordinarias de Buenos Aires que aún hoy varios porteños de ley no conocen o a la que no prestaron suficiente atención. Además de un caso único en el mundo, el chalecito es también una metáfora del país: lo mandó a construir un inmigrante español que, tras desempeñarse en varios trabajos –entre ellos como periodista en La Nación–, logró erigir un verdadero imperio, la firma Muebles Díaz, a fuerza de facilidades crediticias y ventas en consignación (novedades absolutas para la época). Luego de diversos puestos como ayudante en mercerías y otros rubros a los que fue renunciando sistemáticamente, Rafael Díaz Ruiz llegó a tener en cada nivel de ese edificio de nueve pisos un showroom distinto de muebles dirigidos a la clase media en tiempos donde otras firmas como Maple les vendían, sobre todo, a las clases más acomodadas. "Comenzó todo de cero, como la propia Buenos Aires – me cuenta Mimí, una de sus nietas–; tenía una capacidad increíble para aprender y no dejarse pisar a riesgo de quedarse sin trabajo: él siempre se iba de donde lo trataban mal".
Salvo, por supuesto, de la enfermedad. Pero, aun así, luego de que un ACV lo dejara postrado en cama, se las arregló para dictarle a uno de sus hijos buena parte de su vida en una serie de cuadernos que hoy guarda la familia: los inicios, los viajes, las particularidades de la ciudad en los albores del siglo XX; cómo fue yendo de puesto en puesto hasta amasar ese emporio que lo convirtió en uno de los empresarios más importantes del continente. De hecho, el miércoles 14 de enero de 1942, el diario La Capital de Mar del Plata publicó una elogiosa nota en página 3, anunciando que "el destacado hombre de negocios, señor Rafael Díaz Ruiz" cumplía setenta años de edad.
Todo aquel que hoy logre acceder al décimo piso del edificio puede encontrar, detrás de un vidrio y sobre una pared de intenso color rojo, los planos del edificio por los que, según me contaron, algunos arquitectos (argentinos pero también de otras latitudes, muchos provenientes de los países nórdicos) ofrecen lo que sea. Al lado también puede verse una enorme chapa de metal con el nombre de una de las exposiciones de la vieja mueblería, un retrato de su fundador y una especie de trofeo con forma de pala.Dos puertas llevan a las respectivas terrazas. Del lado izquierdo, la más chica contiene una ruidosa sala de máquinas y permite ver, casi en primer plano, el Palacio Barolo, la joya arquitectónica de Mario Palanti inspirada en La Divina Comedia. En el otro extremo, la terraza propiamente dicha mira al Obelisco, que parece estar casi al alcance de la mano. Aunque la vista aérea es un verdadero lujo (y mucho más preciado en una ciudad como Buenos Aires cuya planicie es, quizás, lo que más la separa de su tan mentado modelo europeo) el tamaño de los carteles publicitarios obstruye la visión. La historia misma de esos anuncios ofrece también un recorrido temporal: en 1983 un inmenso avión de Austral se salía del marco con su novedoso modelo super 80 de cabotaje que dejó de volar en 2012. También desfilaron por esos anuncios Crush, Sanyo y Knorr, avisos del Pro y alguna otra promesa de Messi con la camiseta argentina.
La vista, en definitiva, permite apreciar tanto la belleza porteña como el caos de su mezcolanza arquitectónica, la maraña de cables y el hollín de los tejados que se acumula como el malhumor de los porteños.
Miro en el celular una foto en blanco y negro de la inauguración de la avenida 9 de Julio en la que puede verse el chalet entre dos enormes antenas que esta especie de ciudadano Kane porteño había comprado y utilizaba para publicitar sus productos por la radio. Mientras una de las nietas de Díaz se ilusiona con poner algún día un hotel o restaurant de lujo en esta casa mítica, su hermana la trata de ingenua y lamenta que, a más de quince años de litigio, esta sociedad en comandita por acciones no pueda ponerse de acuerdo en nada, ni siquiera en venderla.
Desde la terraza puede verse también el interior de uno de los ambientes del chalet donde una silla mecedora parece hacer posible el oxímoron de relajarse en plena 9 de Julio. Si bien hoy nadie vive ahí adentro, en las últimas décadas fue alquilado por artistas como José Luis Perotta, fotógrafo destacado del rock nacional y autor, por ejemplo, de la imagen de tapa del disco Buen día día de Miguel Abuelo.
Mimí cuenta que una de las ventanas del chalet, hasta hace poco solía estar abierta, y entraban palomas haciendo verdaderos desastres. El techo a dos aguas parece confirmar la hipótesis de que Díaz se inspiró en las típicas casas marplatenses para mandar a construir esta –nunca mejor dicho– rara avis donde dormía la siesta antes de continuar la jornada laboral y regresar cada día a su hogar en Banfield.
Bajamos en el ascensor y, luego de una charla con las nietas de Rafael Díaz, vuelvo a ver la sonrisa de Willy. Justo cuando decido no molestarlo, insistiéndole con lo de la anécdota, él mismo me cuenta que ayer entró al edificio un brasileño. De forma tan natural que él pensó que trabajaba en alguna de las oficinas pero, después de unos minutos, volvió preguntando cómo tenía que hacer para subir a la terraza para ver el chalet. Willy le dijo que, lamentablemente, no podía hacerlo por tratarse de un lugar privado; el brasileño le retrucó que en Internet había leído que se podía entrar, y él había viajado especialmente al país para poder subir.
Si Internet lo decía, era legal, y él no tenía derecho a negarle el acceso.
Con esa evidencia se quedó insistiendo hasta que se hizo de noche.