El sano ejercicio colectivo de desvestir a la reina
Es gracioso el poderoso cuando sin proponérselo hace el ridículo, no cuando hace chistes. Por eso, Aníbal Fernández casi siempre resulta gracioso. Y es graciosa la Presidenta también, aunque no cuando habla ella, la verdadera -o rara vez cuando habla ella, la verdadera-, sino cuando lo hace su imitadora. El artificio que sólo se puede adivinar en el personaje real, envuelto y vuelto a envolver en tantas capas que ya no se ve a la persona, queda expuesto, paradójicamente, a través de la caricatura: la pomposidad, el énfasis desmedido, la exageración épica del drama político-existencial que la tiene como protagonista, y hasta la vena más reciente de la animadora de talk show televisivo se muestran en la imitación de Fátima Florez como una gran farsa. O al menos como simulación.
La militancia aplaude el montaje, porque es parte del decorado. El espectador no militante, en cambio, un poco agobiado por tanta pelea y tanta irritación, necesitado quizá de sublimar en risa la sobrecarga ideológica, se permite una mueca que no es destituyente, sino un pequeño e íntimo acto de justicia. Porque, que sepan perdonar los poderosos, pero de eso se trata el humor, y el humor político más que ningún otro: de humanizar al rey (de bajarlo a tierra, digamos) y de despojarlo de sus ropas costosas para que no olvide que es una persona más entre muchas, y para que tampoco el pueblo lo olvide. Ésa era la función de los bufones en las cortes reales del Medioevo y antes también, en Grecia y en Roma. El humor, pareciera, es tan necesario hoy como lo era entonces. O más.
Quizá no sorprenda entonces el éxito mediático de las imitaciones y la sátira política. No es que la caricatura del poder esté de pronto de moda. Pareciera, más bien, que en estos tiempos de saturación política, señalamiento ideológico y militancia rentada se volvió tan necesaria como el aire. Porque el humor tiene el efecto de un antídoto contra la polarización extrema. Desenmascara la impostura, relativiza las verdades reveladas del mesianismo político y pone entre paréntesis enojos que son negocio exclusivo del poder político. ¿Me agredís con tus acusaciones? Mirá cómo me río. ¿Me gritás gorila? Te devuelvo una carcajada.
Es la risa o la cacerola. Para algunos son las dos. Porque es una ley de la física política: tarde o temprano el sectarismo exige válvulas de escape, bufones que se rían de las pretensiones divinas del rey y lo sometan a un saludable baño de realidad. Tal vez por eso, volviendo a nuestra pequeña aldea dividida, algunos de los más enojados son también algunos de los más imitados, en un sano ejercicio de racionalidad pública: la Presidenta, Aníbal Fernández, Luis D'Elía...
El stand up político desactiva desde los medios, aunque sea momentáneamente, la confrontación agobiante. Y las redes sociales aportan lo suyo para que nadie quede a salvo: Twitter es un hervidero permanente de humor político en todas sus vertientes, desde el grado uno de la ironía ocurrente hasta observaciones dignas de Groucho Marx. Y como los argentinos en el fondo sospechamos que tarde o temprano llegará otra crisis, y que los buenos de hoy serán los malos de mañana, mejor tomar el mientras tanto con humor.
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