El sable de San Martín
Por Pacho O´Donnell Para La Nación
A San Martín y a Rosas los unían sus enemigos comunes: los "doctores" porteños, rivadavianos y logistas. También la compartida convicción de que la anarquía era la principal amenaza que pendía sobre la independencia y la soberanía argentinas.
Lavalle, el tenaz equivocado de nuestra historia, comprende que la revolución del 1º de diciembre y el fusilamiento de Dorrego -al que ha sacrificado "a la tranquilidad de un pueblo enlutado por él"- no han sido en beneficio de su patria sino en el de los poderosos unitarios de Buenos Aires. Envía a sus emisarios Gelly y Trolé a ofrecerle a San Martín, que se niega a desembarcar, sustituirlo como gobernador de Buenos Aires. No ignoraba las inclinaciones del Libertador por el partido de los caudillos provinciales y las plebes urbanas: "Para que el país pueda existir es de absoluta necesidad que uno de los dos partidos desaparezca -escribe San Martín a O´Higgins-. Al efecto se trata de buscar un salvador que reuniendo el prestigio de la victoria, la opinión del resto de las provincias y más que todo un brazo vigoroso, salve a la patria de los males de la amenaza". Don José se niega a ser ese hombre y regresa a Europa. Será Juan Manuel de Rosas el que ocupe el lugar de "restaurador de las leyes".
El 17 de diciembre de 1835, San Martín escribe a su amigo Tomás Guido celebrando la "mano dura" de Rosas: "Ya era tiempo de poner término a males de tal tamaño para conseguir tan loable objeto; yo miro como bueno y legal todo gobierno que establezca el orden de un modo sólido y estable". También: "Desengañémonos, nuestros países no pueden, al menos por muchos años, regirse de otro modo que por gobiernos vigorosos; más claro: despóticos".
Recordemos que el Libertador era partidario de las monarquías constitucionales, influido por la reacción de las noblezas y burguesías europeas ante la anarquía en que habían derivado las oleadas republicanas y democratizantes. Don José era un hombre de acrisolada rectitud, un militar de cepa que amaba el orden y la disciplina, condiciones que consideraba indispensables para el éxito en las acciones civiles y militares.
Abusos dictatoriales
Pero estas convicciones no lo llevan a aceptar los abusos dictatoriales de don Juan Manuel y su Mazorca. Por eso rechaza su ofrecimiento de ser embajador en el Perú, país caro a sus recuerdos. Lo hace con un pretexto: "Enrolado en la carrera militar desde los doce años, ni mi educación e instrucción las creo propias para desempeñar con acierto un encargo de cuyo buen éxito bien puede depender la paz". Sin embargo, el verdadero motivo es expresado en la carta que el 21 de septiembre de 1839 escribe a Gregorio Gómez lamentando el asesinato del doctor Maza: "Tú conoces mis sentimientos y por consiguiente yo no puedo aprobar cuando veo una persecución general contra los hombres más honrados del país. [...] El gobierno de Buenos Aires no se apoya sino en la violencia".
Conociendo Rosas las penurias económicas del exilio sanmartiniano, ordena en 1840 "que se otorgue la propiedad de seis leguas de tierras al Señor General de la Confederación Argentina don José de San Martín". Y más adelante, sabiéndolo enfermo, designa a su yerno, Mariano Balcarce, como oficial en la embajada argentina en Francia e instruye reservadamente a Manuel Sarratea, embajador, para que exima a Balcarce de residir en París, asiento natural de la representación diplomática, con objeto de no privar al prócer de la presencia y asistencia de su hija Mercedes en Boulogne-sur-Mer.
Quizás estas deferencias de un compatriota, en momentos en que su patria parecía empeñada en olvidarlo y en escarnecerlo, fueron factores que influyeron en la decisión testamentaria de nuestro Libertador de legar a Rosas su sable con el que había asegurado la independencia de la Argentina, Chile y Perú, "como una prueba de satisfacción que como argentino he tenido al ver la firmeza con que ha sostenido el honor de la República contra las injustas pretensiones de los extranjeros que trataban de humillarla".
San Martín celebraba así la gesta de Obligado, que lo había conmovido hasta el punto de ofrecerse para luchar en las filas patriotas a pesar de sus sesenta y siete años. © La Nación