El rumor profético de Maurice Blanchot
No resulta fácil decirle adiós a 2020 como si fuera un año más, un año cualquiera. Imposible saber de antemano cómo lo recordaremos de acá a poco ni cuál será la huella que dejará en términos colectivos. Quedarán sí en la reserva memoriosa de cada quien, como en todo hecho traumático, esas imágenes personales que son en el fondo intransmisibles. Si me pidieran una, así, de pronto, me viene a la mente uno de los primeros días de cuarentena, antes incluso de que se supiera qué permisos se necesitaban para circular. Muchos de los cruces estaban cerrados y la fila de autos para pasar de la ciudad a la provincia ocupaba varias cuadras. La luz otoñal, oblicua y decolorada, parecía la copia hiperrealista de alguna película de ciencia ficción con bajo presupuesto. El desvío a otra avenida mostraba una estampa opuesta, sin un alma a excepción de los camiones policiales que impedían masivamente todo paso.
Hay un ensayo breve de Maurice Blanchot, una fantasía crítica, en que se dedica a imaginar al último escritor, ese con el cual desaparecerá el pequeño misterio de la escritura. Blanchot fue un teórico del silencio, del abismo que se esconde detrás de la palabra escrita. Cito de memoria, por lo tanto de manera imprecisa, una línea de otra de sus piezas: "El que escribe está exiliado de la escritura: esa es su patria, donde no es profeta". La frase resume de manera intacta sus preocupaciones como autor, que hoy parecen oponerse al tráfico meteórico de libros que no duran un suspiro y a la logorrea contemporánea de escritores que se expresan con más talento en las redes sociales que en las páginas de papel. Blanchot hizo del sigilo un modo de vida. Sus libros solo informaban su fecha de nacimiento (1907) y que "su vida está enteramente dedicada a la literatura y al silencio que le es propia". Hoy deben agregarle que murió, casi centenario, en 2003.
Volvamos al misterio del último escritor propuesto por Blanchot, "ese Rimbaud, todavía más mítico que el verdadero, (que) escucha cómo se silencia esa palabra que muere con él". ¿Cómo será el mundo después de él, de esa aparente pérdida?, se pregunta. "Para sorpresa del sentido común, el día en que esa luz se extinga, no es por el silencio, sino por el retroceso del silencio, por un desgarro en el espesor silencioso y, a través de ese desgarro, por la aproximación de un ruido nuevo, que se anunciará la era sin palabra".
Blanchot suena apocalíptico, pero no lo es. Ese ruido incesante, dice, tiene el eco de lo que no fue dicho y tal vez nunca lo será, pero no es tan excepcional como parece. "Ya existieron épocas así -anota en aquel ensayito, "Muerte del último escritor", incluido en El libro por venir-, y volverán a existir; esas ficciones son realidades en ciertos momentos de la vida de cualquiera de nosotros".
Dicho de otra manera, lo que Blanchot a su manera sugiere es que lo escrito, y por propiedad transitiva lo que se lee, está muriendo y renaciendo todo el tiempo. El último escritor es una tentación, pero no una necesidad. Algo similar insinuaba Borges en "La supersticiosa ética del lector" cuando argumentaba que la literatura es el único arte "que sabe profetizar aquel tiempo en que habrá enmudecido" y "cortejar su fin".
Alguien dirá, y con razón: ¿y qué relación tiene todo esto con el año que se va? 2020 trajo corrimientos cotidianos intangibles. En relación con el sentido del tiempo, primero. Aquella escena con apretujados autos en fila en una ciudad de sol oblicuo me parece remota, de otra vida. Y en el ruido del que habla Blanchot de pronto reconozco una descripción exacta de los rumores de entrecasa, ritmados por zooms superpuestos y series por doquier, que alteran cualquier intento de escribir, incluido este. 2020 será en el recuerdo el año en que seguí anotando cosas por pura inercia zombi, leí menos de la cuenta y por fin entendí en carne propia de qué hablaba Blanchot, ese profeta inesperado. Los libros, por suerte, siguen igual bien a mano.