El ruido del silencio o cómo se matan las democracias
“Ahora, ya saben lo que les espera. Les contaré una historia. Es un día lluvioso de elecciones en un país pequeño –que puede ser mi país, pero también podría ser el suyo–. Y debido a la lluvia, hasta las 4 de la tarde nadie fue a las urnas. Pero luego cesó la lluvia y la gente acudió a votar. Y cuando contaron los votos, tres cuartas partes de las personas habían votado en blanco. El gobierno y la oposición estaban, simplemente, paralizados. Porque ya se sabe qué hacer con las protestas; se sabe a quién arrestar, con quién negociar. Pero ¿qué hacer con las personas que votaron en blanco? Así que el gobierno decidió llamar a elecciones otra vez. Y esta vez, incluso un número mayor, el 83 por ciento de las personas, votaron en blanco. Básicamente fueron a las urnas a decir que no tenían a nadie por quién votar”.
Lo que acaban de leer no es una noticia de actualidad, sino el comienzo de Ensayo sobre la lucidez, una bella novela de José Saramago. El politólogo búlgaro Iván Krastev suele utilizar este inquietante párrafo del premio Nobel portugués para explicar los riesgos a los que está sometida la democracia cuando la política deja de interpretar el sentir ciudadano. El sonido del silencio suele ser más estruendoso incluso que una revuelta popular. El hartazgo ante los discursos huecos, la falta de sentido común, la sensación de que la agenda del poder es ajena a los padecimientos cotidianos se van filtrando en el inconsciente colectivo hasta que las compuertas ceden. La revancha puede incluir, muy a pesar del apotegma peronista (“Los pueblos no se suicidan”), incluso conductas suicidas.
Algo de eso parece estar sucediendo en el Perú, metido en un trauma existencial que combina anemia participativa, fragmentación y, finalmente, un dilema de hierro: optar entre dos candidatos que desafían la imaginación literaria: Pedro Castillo, un ultraizquierdista marginal sospechado de haber simpatizado con Sendero Luminoso, la más cruel de las guerrillas que haya conocido América Latina, y Keiko Fujimori, una dama de hierro heredera de un apellido sombrío. Las brasas o el fuego.
El Salvador, por su parte, votó hace un par de años por el tiranillo Nayib Bukele, quien, en un solo movimiento y sin trepidar –aprovechando el clima de pandemia– decapitó recientemente al Poder Judicial, amparado en una mayoría parlamentaria monocolor.
Estos países se suman a la cadena de desgracias que ya integraban Venezuela y Nicaragua, dos autocracias blindadas que, en nombre de una izquierda mística, nada tienen que envidiar a los peores regímenes dictatoriales de los tiempos de plomo en la región, en la década del 70.
Como los virus, la desilusión popular suele ser muy contagiosa. Colombia también transita un camino empedrado de violencia que tiene en jaque al presidente Iván Duque, quien respondió al desafío popular utilizando la fuerza brutal de la represión militarizada.
Pero quizá la noticia más inquietante nos llegó el fin de semana pasado desde de Chile, uno de los países más estables –desde el punto de vista institucional y económico– de la región, donde las elecciones constituyentes sellaron el final de un tiempo que venía cocinándose a fuego lento desde los descontrolados disturbios callejeros desatados en 2019. Ausentismo electoral, dispersión, voto castigo, debilitamiento del espectro centrista expresado en la Concertación (la coalición de socialistas, democratacristianos, radicales, entre otras fuerzas, que piloteó la transición democrática) y el empoderamiento de líderes antisistema surgidos de la disconformidad ciudadana. Un combo inquietante que nadie sabe dónde terminará.
Krastev, afecto a las metáforas literarias, nos acerca otra picante cita para describir el fantasma del desencanto, que también recorre Europa, aunque con los atenuantes que otorga la prosperidad y una mayor fortaleza institucional: “Al filósofo liberal británico Isaiah Berlin –rememora el ensayista– le gustaba contar la historia de un hombre al que habían visto golpeando con ferocidad una tetera silbante:
“–¿Qué haces? –le preguntaron.
“–No puedo soportar las locomotoras de vapor –respondió.
“–Pero esto es una tetera, no una locomotora...
“– Sí, ya lo sé, pero hay que matarlas cuando todavía son jóvenes”.
Posible exceso de castigo. Así denomina el analista búlgaro la ira popular expresada en votos, a veces por caudillos delirantes de extrema derecha, otras por grupos de la izquierda contestataria e insustancial, nacidos de la insatisfacción. Si todo se politiza, y no se deja a salvo un espacio para el bien común, advierte a su vez Thomas Friedman, la principal víctima es la propia política. La gente huye despavorida, muchas veces en estampida. Cuando la democracia se convierte en un sistema desapegado de valores, siempre hay alguien que llena el vacío. Se pierde el centro. Que es como perder el equilibrio.
Ahora que hemos visto, a grandes trazos, el mapa de la desolación latinoamericana, detengámonos un instante en la agenda política argentina de las últimas semanas. ¿En qué anda el poder mientras la pandemia circula como un potro desbocado, las vacunas siguen siendo un bien escaso y la crisis económica y social marca cifras en rojo furia? Veamos. Enfrentamiento con la Corte Suprema por la autonomía de la ciudad de Buenos Aires, modificación del calendario electoral, intento de digitar al jefe de los fiscales cueste lo que cueste y caiga quien caiga, persecución de magistrados que investigan causas de corrupción, prohibición de exportaciones, ideologización de la escolaridad como si se tratara de un territorio en disputa, alineamiento externo con regímenes dictatoriales, apoyo flagrante por omisión a grupos terroristas de Medio Oriente.
¿Qué se cocina, mientras tanto, en los confines del país profundo? Los sondeos de opinión revelan que la sociedad se aleja cada día más de sus representantes. El semáforo se ha puesto en amarillo. Empieza a percibirse un alarmante distanciamiento entre las urgencias del poder y las de la sociedad. Nadie sabe a ciencia cierta cómo impactará en el ánimo popular esa lejanía. ¿Cuánto lastima a la credibilidad pública la conducta elitista y reaccionaria de una casta que almacena vacunas para uso propio mientras crece la mortalidad del virus que castiga sin piedad a los más desprotegidos? ¿Qué se cocina en el submundo de los humildes y las clases medias degradadas mientras la elite gobernante atiende su juego de acumulación de poder?
En 2001, la Argentina patentó una marca que se extendió incluso a países desarrollados como España: “¡Que se vayan todos!”. Fue nuestra tetera silbante. Y también lo fue para los indignados europeos que todavía están tratando de reparar lo que se rompió entonces. La democracia requiere cuidados. A veces, incluso, cuidados intensivos.
Ensayista. Miembro del Club Político Argentino