El ritual de leer a ciegas
Creo que fue en la vieja librería Hernández donde descubrí a Idea Vilariño. Mucho antes de saber que era una de las grandes poetas del Uruguay, muchísimo antes de conocer la historia de su oscura pasión con Onetti, temblé de emoción leyendo sus descarnados versos de amor y desamor.
El ritual del descubrimiento, indisociable de la adolescencia, consistía en meterme en una librería y buscar a ciegas, sin datos. Agarraba un libro al azar, abría en cualquier página, nunca por el principio, y leía sin red, sin la palabra autorizada de las solapas ni el respaldo de los nombres consagrados. Lectura desnuda, sin intermediarios. Hasta que una palabra, un tono, una voz, el hilo de una historia me atraparan.
Volví casi sin querer a ese viejo ritual hace unas semanas en una librería del aeropuerto de México, donde me esperaban varias horas de espera durante una escala. Pregunté sin suerte por La serpiente sin ojos, el volumen que me falta leer para terminar con la trilogía del colombiano William Ospina sobre la Conquista.
Pregunté por algunos otros más que tampoco tenían y entonces empecé a caminar hacia los estantes de poesía, me imagino ahora, con la expresión de quien sabe que va a volver a entregarse a un viejo vicio.
No recuerdo si el libro de Cristina Rivera Garza fue el primero que abrí, pero tengo fresca, muy cerca, esa emoción de no poder dejar de leerlo. Los textos del yo es un volumen exquisito que reúne tres libros de poesía: "La más mía", "Yo ya no vivo aquí" y "¿Ha estado usted alguna vez en el Mar del Norte?"
El primero es una larga conversación con la madre, un amoroso ajuste de cuentas con esa mujer que ahora enfrenta la muerte en un quirófano: "La dadora de vida/la por sobre todas las cosas dadora de la vida/ cayó dentro de sí misma./ Este es el momento de hablar./ Están los días, los muchos días y años atrás, al inicio,/ en que no te quise".
Y unas páginas después: "Pensé en una vida sin ti y mis ojos la vieron:/ un mendigo en el centro de la ciudad en llamas/ el paisaje inmóvil después de todas las batallas/ un desierto sin voz y sin acacias./ Hilda, dije, no te vayas/".
Algo en ese último fraseo -"Hilda, dije, no te vayas./ A cada minuto tu nombre dentro de mis labios/ como un talismán de menta/ el martillo que rebota una y otra vez sobre la superficie de un reloj de arena./ No me dejes. No te atrevas./ Ocho horas con tu nombre a cuestas"-, una música secreta en las palabras, me llevó a Pedro Páramo.
No sabía, en ese primer momento de lectura sin red, que la multipremiada Cristina Rivera Garza -nacida en Tamaulipas, México, en 1964, profesora de historia y de escritura creativa, narradora, poeta, traductora, cronista magistral- se había entregado a la herejía de reescribir a Rulfo, a un ejercicio de apropiación de sus mundos y su lenguaje, como parte de un ensayo experimental en la Web, "Mi Rulfo mío de mí", que después se convirtió en libro, Había mucha niebla o humo o no sé qué, y que la obligó a abundar en explicaciones (cómo se atrevía, meterse así a husmear en el poeta nacional sin la devoción necesaria para disculparle todo).
La sigo leyendo en Internet desde que llegué a Buenos Aires, donde hay pocos de sus libros. Además de su poesía inolvidable, leo sus crónicas, su blog, las entrevistas en las que explica su relación con el lenguaje, con la ciudad, su resistencia a disciplinar la complejidad del mundo, del deseo, de la condición de mujer, de la experiencia vital en un territorio marcado por migraciones incesantes.
Hacía mucho que el ritual no me llevaba a un mundo tan extraordinario. Son cosas que pasan cuando se descubre una voz y, aunque uno sabe que ese autor escribe para todos, vuelve a sentir que le están hablando al oído.