El riesgo de un presidente encerrado en el palacio
Es indispensable el esfuerzo del líder por mantener los pies sobre la tierra, estar cerca de los ciudadanos, conocer las distintas geografías y realidades del país
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Lo primero que le informa la Casa Militar a un presidente, en el mismo día de su asunción, es que no podrá salir más a la calle. Solo podrá ir a lugares predeterminados, con operativos de seguridad diseñados con anticipación, pero deberá olvidarse, mientras ocupe el cargo, de ir una noche al cine, de salir a comer o a caminar por un parque, de sentarse a la mesa de un café o de ir de compras a un shopping o a un supermercado.
Ese mismo día, un presidente empieza a lidiar con el riesgo de quedar aislado, de vivir en la burbuja del poder y de perder, de algún modo, la conexión con las cosas cotidianas y con el mundo real. ¿Le está pasando eso a Javier Milei?
El Presidente llegó al gobierno como un outsider. Durante la campaña electoral logró una identificación con el ciudadano de a pie y su triunfo fue interpretado, por analistas y cientistas políticos, como “la venganza del hombre común” frente al establishment de la política o a lo que él mismo define como “la casta”. También frente a un Estado parasitario y corroído por la corrupción.
Ya desde la campaña su gestualidad reforzaba esa identificación. Llegaba a los actos y a los canales de televisión con su agenda y sus lentes en la mano, alejado del estereotipo del candidato que nunca usa billetera y al que le lleva sus cosas un séquito de asistentes. Cuando asumió tuvo un acierto comunicacional: dijo que tomaba la función “como un trabajo”, que era una forma de humanizar el cargo, pero de dotarlo, a la vez, de una épica modesta de obligación y responsabilidad. Después, sin embargo, llegó a decir que nunca mira el recibo de sueldo. ¿Qué trabajador pasa por alto ese “detalle”?
Es natural, por supuesto, que el rol de un jefe de Estado transforme su vida cotidiana y limite, incluso, sus movimientos espontáneos. Aunque pueda sonar antipático, el Presidente deja de ser un ciudadano común, y es saludable, incluso, que tenga resueltos muchos aspectos prácticos de su vida para poder concentrarse en la atención de las cuestiones de Estado. Las sobreactuaciones en sentido contrario suelen bordear el marketing y la demagogia.
Sin embargo, es indispensable el esfuerzo del líder por mantener los pies sobre la tierra, estar cerca de los ciudadanos, conocer las distintas geografías y realidades del país, hablar con gentes de los ámbitos más diversos, ver las cosas con sus propios ojos y no perder el registro de lo que pasa en las calles y los hogares. Para eso no alcanzan las encuestas ni las redes sociales; hacen falta las recorridas, los viajes, las convocatorias a encuentros sectoriales y las visitas a instituciones, pero también a fábricas, escuelas, hospitales, centros de jubilados, clubes infantiles, sociedades rurales, laboratorios y universidades, por mencionar solo algunos espacios que deberían figurar en la agenda de cualquier presidente. No deberían ser puestas en escena –como hemos visto tantas–, sino verdaderas aproximaciones al país “de carne y hueso”.
Nada de eso, por supuesto, garantiza una buena gestión gubernamental. Tal vez parezcan fórmulas de la “vieja política” o del mundo PRS (Previo a las Redes Sociales). Es cierto, además, que esos rituales han sido utilizados, sobre todo por el kirchnerismo, para la propaganda política y la “bajada de línea”. Sin embargo, resultan esenciales para forjar un vínculo de cercanía entre el gobernante y el ciudadano y, sobre todo, para salir de la cápsula palaciega en la que se ejerce el poder.
¿Milei podría ser, a pesar de su perfil de outsider, un presidente aislado? ¿Empieza a quedar prematuramente encerrado en una jaula de oro? ¿Se aleja de las angustias y las vicisitudes cotidianas para ejercer una suerte de liderazgo mesiánico y extravagante que por momentos se desconecta de los avatares terrenales? ¿Se repliega sobre un pequeño círculo con opiniones y temáticas monocordes? Algunos indicios muestran este riesgo, incluso de una manera acentuada.
A casi seis meses de haber asumido el poder, no hay prácticamente registros de viajes de Milei al interior del país. Su vida en Olivos está envuelta en un clima de extrema reserva. Esta semana trascendió un listado de las visitas que recibió en la residencia oficial desde que se instaló allí en enero: no figura ningún líder opositor, ninguna figura ajena al universo de sus afinidades, ningún mandatario o exmandatario extranjero. Hay algo de austeridad monacal, que por supuesto resulta virtuosa después de tanta guitarreada y de la fiesta clandestina. Pero también se observa algo de aislamiento, que puede ser equivalente a dosis de encierro y desconexión.
Hay un dato que en el Gobierno admiten en voz baja: muy pocos funcionarios hablan frecuentemente con Milei. Hay ministros o secretarios de Estado que no han tenido prácticamente nunca una conversación a solas con él. Muchos, dentro del propio gabinete, lo ven como una figura inaccesible. Ese distanciamiento tiene ventajas y peligros: en algunas áreas la gestión adquiere cierta autonomía, en varios casos con profesionalismo, pero una frase o un tuit presidencial puede desbaratar cualquier diálogo o negociación y torcer el rumbo en un segundo explosivo.
Con un estilo que ha roto los moldes de la política y que despierta interés en el mundo entero, el Presidente ha construido un vínculo con la sociedad. Despierta, además, una expectativa sostenida en este primer tramo de gobierno, donde el sacrificio se combina con esperanza. El proceso de baja inflacionaria, la estabilidad de las variables macroeconómicas, la reaparición del crédito y el espíritu transformador alimentan, según todas las encuestas, una adhesión que supera el 50 por ciento y que involucra a los distintos estratos socioeconómicos. No puede perderse de vista, sin embargo, que la Argentina es un país atravesado por angustias y fragilidades extremas, donde todos los equilibrios son precarios y donde las ilusiones pueden mutar en frustración con una velocidad asombrosa. En ese contexto, es fundamental que un presidente tenga delante de él el tablero general y procure mirar el mapa en toda su dimensión. Pero que, al mismo tiempo, cultive la cercanía y la comprensión con el ciudadano común. Es un ciudadano que hoy ve a la inflación como el principal enemigo, y que respira aliviado cuando siente que empieza a bajar, pero que también tiene otras demandas y otras sensibilidades, como se vio, sin ir más lejos, en la marcha universitaria.
Las minucias, muchas veces, resultan reveladoras. El Presidente, en una entrevista con la BBC, balbuceó cuando la periodista le preguntó si sabía cuánto cuesta el litro de leche. Apeló a la jerga macroeconómica para disimular la ignorancia. Nadie está obligado a almacenar una lista de precios en la cabeza, pero tal vez un jefe de Estado deba tener siempre a mano, además de los datos macro, cinco valores de referencia que definen, de algún modo, la economía real: el boleto de colectivo, el litro de nafta, el kilo de pan, el sachet de leche y la jubilación mínima. Quizá eso ayude a mirar el bosque sin perder de vista el árbol.
Una gestión de gobierno se juzgará, por supuesto, por los resultados macro: será un éxito si logra bajar la inflación, y por lo tanto la pobreza; bajar el déficit y fomentar el empleo; levantar el cepo y estimular el ahorro. Pero un liderazgo virtuoso necesita algo más que resultados económicos. Necesita cultivar el respeto, la empatía y la comprensión del ciudadano de a pie, sin caer en el paternalismo ni en la condescendencia. Necesita practicar el diálogo y ejercitar la escucha. Necesita caminar el país y mirar a los argentinos a los ojos. También, estar cerca en los momentos de dolor.
Habían pasado apenas siete días desde su asunción presidencial cuando un violento temporal provocó una enorme tragedia en Bahía Blanca, donde murieron 13 personas. El flamante presidente no lo dudó: fue al lugar, abrazó a una comunidad shockeda y comprometió ayuda gubernamental. Mirado en perspectiva, fue un gesto de cercanía que tuvo tanto de valioso como de excepcional. En medio de la epidemia de dengue, el Presidente no visitó ningún servicio hospitalario. Tampoco fue a Entre Ríos, donde Concordia sufre un drama histórico por las inundaciones, ni se acercó a ninguno de los heridos por el choque de trenes en la línea San Martín. Solo visitó un colegio (el cardenal Copello, donde cursó el secundario), en un acto que quedó enturbiado por un discurso desafortunado. ¿Cuánto valor simbólico tendría un diálogo franco del Presidente con estudiantes universitarios después de la marcha y los malos entendidos?
Los gobiernos encapsulados se tornan vulnerables a sus propios dogmas y prejuicios. Pueden tener éxitos, por supuesto, pero también pueden derrapar con mayor facilidad. Una presidenta que hubiera recorrido comunidades agrícolas y hubiera hablado cara a cara con chacareros nunca se habría embarcado en una guerra absurda contra el campo. Un presidente que sea capaz de escuchar con amplitud jamás propondría para la Corte a un juez que apenas puede reclamar para sí mismo el beneficio de la duda.
Quedar encerrado en el palacio puede ser una trampa. Saber que el litro de leche cuesta entre 1300 y 1800 pesos no garantiza un buen gobierno, pero ayuda a tener presentes las angustias y las vicisitudes del ciudadano común. Ayuda, además, a mantener un cable a tierra: una virtud esencial para cualquier estadista.