El riesgo de clausurar el futuro
La Nación Argentina empezó a tomar forma cuando Sarmiento hizo realidad una idea tan simple como potente: cada día del año, a la misma hora, infantes de todo el país saludando a la bandera y prestos a ser educados.
Años después, siguiendo esta corriente, fue el ministro Wilde quien impulsó en la presidencia de Roca la Ley 1420, conocida como “de educación primaria gratuita y obligatoria”. Se pretendía dejar atrás los tiempos barbáricos de Rosas, en el que la educación estaba a cargo del jefe de policía, para transmitir a las generaciones en formación ideas únicas, aquellas convenientes al poder de turno.
Desde entonces ha corrido mucha agua bajo el puente. La educación pública dio cinco premios Nobel y tantos otras distinciones internacionales en distintas ciencias, siendo el gran fundamento de la transformación, integración y movilidad social ascendente. En definitiva, permitió a la sociedad argentina dar lo mejor de sí.
Siempre estuvo latente la tentación de utilizarla como medio de imposición de ideas y de militancia, especialmente en las casi dos décadas de la última versión del peronismo, siguiendo ese patético atavismo de bajada de línea, ese que también se remonta a los tiempos en que Perón ordenó la educación religiosa en todas las escuelas. Aun así, aun con todos esos embates, la educación pública fue, es y seguirá siendo uno de los signos más destacados de lo que somos capaces de hacer como Nación. Por eso es una bandera, lo que en ciencias políticas se llama “tercer riel”, esos que no se tocan sin sufrir una letal descarga: a la vista está una multitudinaria marcha que terminó con una luna de miel artificial de las redes, aunque la quieran ensombrecer con presencias aisladas y algún discurso desubicado que no la representa.
Dicen que el que no conoce la historia la repite. En esas estamos, pero con un giro inesperado: esta vez se propone dejarla morir desde el desprecio, reafirmado el derecho a la barbarie por sobre el derecho a ser educado; promoviendo eliminar su gratuidad. Una línea de pensamiento extrema que fomenta abiertamente y sin sonrojarse que un padre pueda elegir por la ignorancia de sus hijos; o que no pueda elegir, simplemente porque no tiene los medios suficientes para sacarlos de la peor de las pobrezas.
Esa dimensión ideológica, caracterizada por el reduccionismo del valor institucional (que explica que la educación no esté entre los ejes de un acuerdo con los gobernadores y también el silencio inexcusable del ministro del área), va acompañada por el estrépito del que no tiene un plan, del que avanza a los hachazos sin distinguir yuyos de árboles, ni importarle las consecuencias de voltearlos. Lo más triste es que ya hemos visto tantas veces la sacralización de ciertas ideas desde una Economía con mayúsculas, como dogma de fe: hoy el nuevo becerro de oro es el superávit, presentado como maná que permitiría cruzar al pueblo argentino el desierto.
Sabemos lo que eso significa, y también dónde termina. Vejar la educación pública es mucho más que una torpeza política. Es un error típico del que no tiene la mirada del estadista y resume todo en un cálculo aritmético. Eso no es gobernar, eso no es hacer política, eso es clausurar el futuro de un país.